Cuando llegué a casa me dijo:
–Tenemos que hablar.
Esas palabras sonaron como un flechazo directo al corazón, que de inmediato se paralizó. Lo miré y estaba sentado cabizbajo con el mate y el termo apoyados sobre la mesa, sabía que era algo serio, nunca antes lo había visto así. El mate era un indicador, siempre lo tomaba para tranquilizarse. Me senté a su lado, le pedí un mate, para romper el hielo, y me quedé ahí esperando que hablara.
El silencio se rompía solamente con el ruido de la bombilla, que se hacía cada vez más perturbador.
Bueno –dijo–.
Mis manos transpiraban, comenzaba a sospechar para dónde se dirigía esto.
–Te voy a pedir que me dejes hablar sin interrupciones.
–Dije que sí, asintiendo con la cabeza, no sé porqué, pero permanecí callada.
Inmediatamente comenzaron a salir de su boca cataratas de palabras que no hacían más que engalanar su persona.
–Quiero que sepas que siempre puse todo sobre la mesa
–dijo–, siempre, si no lo viste fue porque no quisiste.
Sí, no me mires con cara de asombro, así fue.
Cuando te dije: un día de estos tomo mis cosas y me marcho, sonreíste, pensaste que no tendría ni el valor ni las agallas de hacerlo, pero te equivocaste. Siempre te hablé de frente. Ahora estás ahí mirándome como a un desconocido, de repente me he convertido en un extraño. Yo tampoco entiendo cómo pasó, no entiendo en qué momento dejamos de escucharnos, no entiendo en qué momento dejamos de conectarnos.
Me marcho tranquilo sabiendo que te brinde lo mejor de mí.
A propósito, antes de partir, te voy a proponer que tires la mesa, total en esta historia nunca ha servido para nada, pues si no vamos a ver lo que hay sobre ella para que tenerla ¿no te parece?
Y así sin más, tomó el mate, corrió la mesa y se fue cerrando la puerta sin mirar hacia atrás.
Me dejó sentada, con el gusto amargo, pero no del mate, sino por no poder retrucarle ni una sola palabra, no porque él tuviera razón, sino porque me tomó por sorpresa y las palabras me quedaron atragantadas.
De improviso me paré, abrí la ventana que daba a la calle, e inspirada por un brote psicótico, arrojé la mesa. En mi imaginación esa mesa era él, esa mesa era nuestra historia. Sintiéndome aliviada me volví a sentar y juré nunca más darle la oportunidad a nadie de reprocharme algo que supuestamente siempre estuvo sobre la mesa.
Si realmente me conociera sabría cómo odiaba esa mesa, si me conociera, estoy segura que nunca la utilizaría como ejemplo de nada. Si supiera que en más de una ocasión lloré sobre ella, sólo para disminuir mis ganas de ponerle un punto final a ésta historia que por fin llegó a su desenlace.
Después de un rato, volví a la ventana envuelta en cólera, y grité con todas mis fuerzas: sobre la mesa se ponen cosas tangibles, sobre la mesa pongo mi vaso, pongo mis libros, pongo mis manos, no palabras en sentido figurado, absurdas, incompletas y sucias palabras.
La gente me miraba con asombro, asombro de ver a una loca sin ningún tipo de control, en la ventana, gritándole a una mesa palabras vacías de significado.
Pobres almas carentes totalmente de comprensión –grité– dejándome envolver por la locura, que me permitía experimentar el placer de ver una vida tirada por la ventana.Autora: Gabriela Motta.
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