Es cosa resuelta, Carlota: quiero
morir y te lo participo sin ninguna
exaltación romántica, con la cabeza
tranquila, el mismo día en que te
veré por última vez.
Cuando leas estas líneas, mi adorada
Carlota yacerán en la tumba los
despojos del desgraciado que en los
últimos instantes de su vida no
encuentra placer más dulce que el
placer de pensar en ti. He pasado
una noche terrible: con todo, ha sido
benéfica, porque ha fijado mi
resolución. ¡Quiero morir!
Al separarme ayer de tu lado, un frío
inexplicable se apoderó de todo mi
ser; refluía mi sangre al corazón, y
respirando con angustiosa dificultad
pensaba en mi vida, que se consume
cerca de ti, sin alegría, sin
esperanza. ¡Ah!, estaba helado de
espanto.
Apenas pude llegar a mi alcoba,
donde caí de rodillas,
completamente loco. ¡Oh Dios mío!,
tú me concediste por última vez el
consuelo de llorar. Pero ¡qué
lágrimas tan amargas! Mil ideas, mil
proyectos agitaron tumultuosamente
mi espíritu, fundiéndose al fin todos
en uno solo, pero firme,
inquebrantable: ¡morir! Con esta
resolución me acosté, con esta
resolución, inquebrantable y firme
como ayer, he despertado: ¡quiero
morir! No es desesperación, es
convencimiento: mi carrera está
concluida, y me sacrifico por ti. Sí,
Carlota, ¿por qué te lo he de
ocultar? Es preciso que uno de los
tres muera, y quiero ser yo. ¡Oh vida
de mi vida! Más de una vez en mi
alma desgarrada ha penetrado un
horrible pensamiento: matar a tu
marido..., a ti..., a mí. Sea yo, yo
solo; así será.
Cuando al anochecer de algún
hermoso día de verano subas a la
montaña, piensa en mí y acuérdate
de que he recorrido muchas veces el
valle; mira luego hacia el
cementerio, y a los últimos rayos del
sol poniente vean tus ojos cómo el
viento azota la hierba de mi