Capítulo 36: Cobarde

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Entonces empecé a comprender que era lo que llevaba a mi hermano Xabier a escapar a cada momento que podía de sus deberes para irse con Cristina a algún rincón secreto donde demostrarse su amor. Anaïs era una necesidad, un deseo incontrolable que ni mi hermano ni su madre se molestaron en refrenar. Mis estudios empezaron a quedar a un lado para darle el protagonismo de mi atención a esa mujer, y no solo los estudios, sino las cartas de María.

Me sentía como un monstruo cada vez que abría el cajón de mi escritorio para enterrar en él los sobres todavía cerrados que me llegaban al nombre de María Fernández.
Me daba vergüenza pensar en lo que hacía y no me atrevía a abrir las cartas. Pero estás no dejaron de llegar. Cada mes, cada semana. No hace falta decir que yo no le escribí ninguna, obviamente. A veces me entraba la curiosidad y deseaba abrirlas, pero entonces sentía un escalofrío en la espalda que me recordaba que no era digno de ellas.

Las cartas no eran las únicas que me recordaban mi infidelidad, pues Anaïs siempre me presionaba para decírselo, para que dejara de hacerla sufrir, engañarla y le pidiera que dejara de escribirme. Pero yo, simplemente, no podía. No podía decirle que me gustaba Anaïs.

Pero no me fue posible esconderme para siempre, pues al final tuvimos que volver a Galicia para la boda de Xabier con la nuevamente embarazada Cristina.

- Pásalo muy bien. - dijo Dolors dándome un beso en la mejilla con eterna dulzura maternal.

Elena subió al coche de mi hermano. Llevaban muy poco tiempo saliendo, pero sus sentimientos del uno por el otro eran muy fuertes. Ella había insistido en acompañarnos y ver el lugar donde se crió mi hermano. Estaba convencido de que al llegar saldría corriendo.

Carmen me abrazó.

- Cuídate mucho.

Mientras se separaba de mí para abrazar a mi hermano Anaïs se acercó y me besó en los labios. Nadie dijo nada ni nos pidieron que nos separasemos. Estaban acostumbrados.

- Te esperaré justo aquí. - me susurró al oído - No tardes.

Después no me dió tiempo a decirle nada, pues mi hermano tiró por mí al interior del coche.

***

- ¡Tío!

La pequeña Uxía saltó a mis brazos.

- ¡Ala, qué mayor estás! - dije.
- Uxía, deja en paz a Anxo, que estará cansado. - dijo Prudencio apartándola con suavidad.
- En absoluto.

Prudencio dejó de sonreír cuando me miró a los ojos.

- ¿Estás bien? - supe que se refería a la carta de Padre.
- Sí, estoy bien.

Tenía unas ojeras enormes. Sabía que ahora trabajaba en un astillero hasta tarde, pero nunca pensé que lo consumiría tanto.

- Entremos. - dijo señalando la puerta de nuestra casa.

Elena, que todavía estaba lamentando el estado de sus tacones tras haber pisado barro al bajar del coche, casi se derrumbó al ver nuestra choza. No sé qué se esperaba de una familia de huérfanos.

- Vaya... Es... Acogedora? - dijo decepcionada.
- Bienvenida a Versalles. - bromeó Prudencio.

Ella se agarró al brazo de Xurxo, que sonrió al recordar todos los momentos vividos.

Nunca me había dado cuenta de lo pequeña que era nuestra casa hasta aquel día, después de estar viviendo en un palacio. Pero me sorprendió descubrir en mi interior una especie de satisfacción infinita, como si estuviera justo donde debiera estar, en casa.

Memorias de un ancianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora