31.

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Ambos llevaban ya un buen rato admirando esa puerta de madera como si de una obra de arte se tratase. La puerta no escondía nada, solamente un número dorado que indicaba delante de que habitación se hallaban. No, no se habían equivocado, estaban delante de su estancia, pero, ninguno de los dos hacia el amago de abrirla.

Amaia se mordía el labio nerviosa, no entendía que hacían allí, parados, en medio de ese largo pasadizo de suelo de moqueta. Bufó y introdujo sus manos dentro de los bolsillos de su pantalón rojo esperando a que el chico sacara la pequeña tarjeta de plástico que les daría acceso al interior. Quería entrar ya, desmaquillarse, recoger su pelo en un moño mal hecho, ponerse sus cremas y su pijama y dormir hasta que la alarma la despertara de nuevo.

El pie de Alfred se movía inquieto de un lado para otro, impaciente. Suspiró. Lo que había comenzado siendo un día muy bonito rodeado de niños se había convertido en una tortura envuelta de adultos. Además, ya para acabar de redondear el día, su amigo Ari no se había clasificado para la final. No veía el momento de esconderse bajo las sabanas y olvidar todo el día en si; quería descansar, cerrar los ojos y dejarse llevar a otro mundo. Le daba igual si soñar o tener pesadillas, porque, cualquier tipo de sueño, superaría el disgusto de su realidad.

—Em... ¿Por qué no abres? —Amaia, rendida y cansada se decidió a dirigirle la palabra. Después de las "bonitas" palabras que se habían dedicado ese mediodía, en privado, no se habían ni mirado a los ojos. Las pantallas de los móviles, sus compañeros o, incluso, las paredes, se habían convertido en sus nuevos amigos y salvavidas.

—Eres tú la que tienes la llave —respondió él, farfullando, sin apartar la mirada de la puerta cerrada para no encontrarse con ella.

—Em... ¿No? —preguntó confusa, mirándole, con cierta duda, de reojo—. La tienes tú.

—Joder, ¡genial! —exclamó él ante la respuesta de ella. Lo último que deseaba que no ocurriese, había sucedido. Lo tenían todo en contra, todo—. Venga, ya nos podemos ir.

—¿Qué pasa? —preguntó ella cuando vio que el chico empezaba a andar en dirección contraria, alejándose de la puerta.

—Que yo no tengo la llave, y por lo visto, tú tampoco —empezó gesticulando exageradamente con movimientos al ritmo de cada una de sus palabras—. Tenemos que ir a recepción a pedir que nos abran. ¡Y así es cómo empiezan unas buenas noches!

—Eh, cálmate, que esto no es culpa mía —expresó ella empezando a andar tras de él.

—Ni mía —añadió él sin girarse hacia ella.

—¡Pero si tú siempre la llevas encima!

—¡Qué va! Si además, al salir te he dicho: «Amaia, coge la llave» y tú me has respondido «Sí, Alfred, yo me encargo».

—Te estás confundiendo, esto no ha pasado Alfred...

—¿Me estás diciendo que estoy mintiendo? —sugirió él mientras apretaba el botón del ascensor, se le abrían las puertas al instante y entraban dentro.

—No, simplemente te estoy diciendo que esto lo has soñado —contestó ella mientras pulsaba el botón para bajar a la planta baja.

—Créeme, yo sueño otras cosas que no tienen que ver con llaves y puertas —confesó él, intentando zanjar la estúpida cuestión sobre quien había sido el culpable de que ahora se encontraran encerrados puerta fuera.

—Claro, perdón, me había olvidado que tus sueños son más "potentes" —comentó Amaia soltando una risita irónica al final de la frase.

—¿Potentes? —repitió él.

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