C I N C O

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La protagonista esta a oscuras, privada de luz,

Acompáñala.

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Lo intenté y te llamé. Ahora fui yo el que escuchó el buzón. Entiendo que estés mal pero no te cierres. Él nunca te amó y, te puedo asegurar que, nunca lo hará.

Mírame. Conmigo ya no sufrirás, tus lágrimas ya no se derramarán. Te aseguro que soy capaz de mostrarte lo que es la verdadera felicidad. Te amo, ¿lo sabes? ¿Lo sabes? ¿Oyes mis preguntas? ¡Entonces, respóndeme! Te las estoy gritando.

Levántate. Hazme ese favor. Deja de humillarte por ese infeliz que no te merece. Vamos, camina, muévete, despierta. ¡Simplemente haz algo!

Me sorprendo de lo conectadas que están nuestras mentes —¡y tú que no te das cuenta!—, porque, como si fuera por arte de magia, miras hacia arriba, suspiras y te levantas. Avanzas hasta la puerta y la abres sin ningún terror.

En tus ojos, veo el brillo suicida de la resignación, del dolor, de la soledad, del sufrimiento. Lo reconozco a la perfección ya que es el mismo brillo que observo cada día, en el espejo del baño, cuando me levanto.

Desnuda, mojada y con la mirada altiva, tú te deslizas por el pasillo que lleva hasta tu habitación. No cavilas ni titubeas. Estás harta, tan harta como yo. Mientras gritabas, no notaste que el ruido de abajo cesó. No lo apagué, pero al menos le bajé el volumen al televisor.

Tomas unas bragas cualquiera, esta vez no haces elección ni observas cómo te quedan. Me duele pensar que, tal vez, aquello lo hacías solo por él. Me siento como un idiota. ¡Fui un estúpido, estúpido, estúpido! ¡Yo hablándole con timidez de la «chica que me gusta» y el cogiéndosela! Me vio a la cara. A ti y a mí. Él es el verdadero villano.

Él, él, él.

Y entonces... ¿Por qué lloras?

Veo que te pones el vestido gris con un listón rojo. Me paralizo al ver cómo te atas las cintas justo debajo del busto y con tanto esmero haces el moño. Es el vestido que te regalé para tu cumpleaños pasado. Nunca te lo había visto puesto. Pensé que no te había gustado, aunque, cuando te pregunté, me dijiste lo contrario. La electricidad me recorre de arriba abajo. ¿Es una señal?

¿Estás segura de esto?

Te peinas con los dedos y te haces un nudo desenfadado en el cabello. Los mechones gotean con una fuerza diluida sobre tus hombros. Tomas tu teléfono y tratas de tomarte una selfie. Sales mal, borrosa. Es la culpa de tus ojos llorosos y la sonrisa fingida. Vuelves a probar y luego de cinco intentos, unos cuantos filtros y retoques, me envías la foto.

[Por fin me lo puse. Ya lo había usado un par de veces antes, pero nunca me acordaba de mostrarte cómo me queda.]

Tu actitud me sorprende. Me deja helado. Jamás pensé que me escuchaste cuando te pregunté que si te animarías a mostrarme cómo te quedaba. Como te pedí una foto, creí que había arruinado todo, no teníamos —ni tenemos— la confianza suficiente.

[¿Y bien? ¿Cómo me queda?]

Hermosa, magnífica. Te ves como si nunca hubieras sido quebrada, como si los ángeles lo hubieran cosido sobre tu piel.

Te ves hermosa.

Escribo y luego, lo borro. Hablar nunca ha sido lo mío y tengo que admitir que me pones nervioso.

Te queda genial.

Lo borro de nuevo, ¿pareceré tan desesperado como lo estoy en realidad?

[Te queda muy bien.]

Envío, por fin, y añado una carita feliz que tiene los ojos con forma de corazón. Suspiro y me rasco la nuca. Se supone que eso es lo que hacen las personas normales, las que están acostumbradas a mantener conversaciones por mensajes, ¿no es así?

[¡Gracias!]

Una pausa, tomo el teléfono para responderte, pero te adelantas con otro mensaje.

[¿Crees que a tu hermano le gustará?]

¿Es en serio? ¿En serio? ¿¡En esto estás gastando la batería que te queda?! Escuché el sonido desesperado de tu celular hace unos minutos. Pide que lo cargues. Tienes menos del quince por ciento, ¿y quieres drenarla en él? ¿Se te ha ocurrido que puede que la luz no vuelva en unas horas? ¿Días?

Mis manos tiemblan, siento los dedos tiesos. Me envías signos de interrogación, estás ansiosa por mi respuesta.

¿Por qué él? ¿Es porque su cabello reluce con el sol, mientras que el mío se quiebra? ¿Porque su mirada brilla, mientras la mía se pierde y se apaga cada vez que abro los ojos? ¡Mi cabello también puede relucir, mis ojos también pueden recordarte al cielo! Mírame, mírame, ¡mírame!

¿Por qué él, si es igual a mí...?

Hago zoom en una de las cámaras y veo que sigues llorando. Intento escuchar lo que dices en voz baja, pero el sonido en la habitación de al lado no me deja hacerlo. Golpeo la pared y les grito que se callen. Dejo salir toda mi ira hacia el maldito que te está haciendo caer tan bajo y hacia los imbéciles de sus amigos que compiten con él para ver a quién pueden cogerse primero a quién. Las mujeres son su premio. Ellos responden subiendo más el tono de voz y mi voz se quiebra. Estoy a punto de estallar. Miento y digo que estoy estudiando. Mi hermano deja de reír y pide un poco de silencio. Solo un poco.

Entre todas las palabras que habría podido escuchar, tu nombre se cuela a través de la pared. Sale de la boca de uno de ellos. Escucho cómo él te resta importancia y entonces se me para el corazón.

Te miro y tú estás utilizando el teléfono, pero ya has perdido el interés en enviarme mensajes a falta de mis respuestas. Veo que le mandas la foto a alguien más, es a uno de ellos. Escucho su reacción en la habitación contigua. Las voces y las risotadas vuelven a subir.

Si supieras las obscenidades que dicen sobre ti, jamás volverías a dirigirles la palabra. Tú orgullo no te lo permitiría.

Y, allí, es dónde me entero de que él no ha sido el único, que para ellos no has sido más que una de las tantas que se pasan y comparten entre unos y otros.

«Vamos, él no es tu novio y tampoco se enterará...». Ese es su juego. Tú fuiste su juego, al igual que todo lo es para ellos.

 Tú fuiste su juego, al igual que todo lo es para ellos

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¿Me miras?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora