32.

2.2K 157 48
                                    

Si no fuera por esa tenue luz azul que se reflejaba en sus rostros, se podría decir que la sala estaba completamente a oscuras. Miles de peces, agrupados en varios bancos, nadaban tranquilamente delante de ellos dentro de ese enorme tanque de cristal. Había de todos tipos, formas y colores. Algunos, se movían por encima de las rocas, otros estaban entre las oquedades y cavidades del fondo, otros entre las algas y otros buceaban bien arriba, cerca de la superficie. Pero ninguno de ellos dejaba nunca de nadar, iban más rápidos o más lentos, pero no paraban nunca. Los peces nadaban toda su vida, igual que ellos, que nunca dejarían de bucear entre notas de pentagramas.

—¿Nos puedes decir ya que hacemos aquí, Manu?

Manu no respondió, simplemente desvió la mirada de los animales y le dedicó una sonrisa al joven que aún no entendía nada. Suspiró, y se volvió a fijar en el delicado y elegante movimiento de los animales.

Sabía que tarde o temprano tendía que hablar con ellos, no sabía ni cuando ni donde, pero, después de un ayer lleno de tensiones y discusiones, por la noche, se le había encendido la bombilla de como aprovechar esa mañana libre con los chicos. Así que, después de una buena ducha mañanera, fue a golpearles a la puerta con un único mensaje claro, que se vistiesen lo más rápido posible y le acompañasen; quería llevarlos y enseñarles un sitio especial.

Una vez, en algún periódico, leyó que observar peces puede ser incluso terapéutico ya que el hecho de observar el acuario de forma continua conlleva a que los problemas se olviden. Esos animales llenos de escamas y aletas y de comportamiento totalmente pacifico, transmitían paz, respeto a la vida y amor a la naturaleza. Estaban calmados y tranquilos, nadando e investigando por su espacio.

—Que bonitos... —comentó Amaia sin quitar la vista de ellos. Desde que habían entrado en esa sala, se había quedado boquiabierta admirando la belleza y gracia de esos seres. Amaia, en ese momento, se sentía una más de la pecera, su respiración era pausada y sosegada, acompañando del ritmo del nadar de los peces; se sentía en paz aún que se hubiera levantado con el pie izquierdo, a diferencia de Alfred. El chico, desde que había puesto los pies en el suelo esa mañana, no había dejado de tener un humor de perros, de farfullar incomprensibles palabras a regañadientes y de tener tics nerviosos.

—¿Por eso nos has despertado Manu? —preguntó de nuevo Alfred levantando una ceja—. ¿Para venir al acuario a ver peces?

—Seguidme —y con un gesto, indicó que le acompañaran hasta la parte de atrás de la sala, donde había una escalinata de negros bancos para poderse sentar y disfrutar de ese improvisado espectáculo. Manu, como había pronosticado, se sentó entre ellos y los miró antes de decir—: Recordad que aquí no se puede chillar.

—¿Y eso que tiene que ver con nosotros? ¿Qué pasa? —Volvió a interrogar Alfred—. ¿Nos vas a contar ya el motivo de nuestra visita?

—¿Sabíais que observar peces relaja? —respondió Manu con otra pregunta.

—Algo había oído yo... —comentó Amaia que en ningún momento había quitado la vista del tanque—. Antes de entrar en la academia tenía un pez pero, al salir, me dijeron que se había muerto...

—¿Y esto que tiene que ver con nosotros? —inquirió Alfred con el ceño fruncido.

—Creo que ambos necesitáis tranquilizaros un poco después de lo de ayer... —suspiró finalmente Manu.

—¡¿Que de ayer?! —exclamó Alfred alterado.

—Sht, que aquí no se puede chillar —repitió Manu pidiendo que Alfred bajara la voz.

—Todo va bien Manu, tranquilo —sonrió tímidamente Amaia, despegando, por primera vez, su mirada de los peces—. No hay que preocuparse por nada.

NosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora