IV UN PARLAMENTO DE BUHOS

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Es muy curioso que mientras más sueño tienes más te demoras en acostarte; especialmente si tienes la suerte de que haya una chimenea en tu dormitorio. Jill pensó que no podía ni siquiera empezar a desvestirse sin sentarse primero un ratito frente al fuego. Y una vez que se sentó, no quería volver a levantarse. Ya se había repetido como cinco veces "tengo que irme a la cama", cuando la asustó un golpecito en la ventana. Se puso de pie, corrió las cortinas y al comienzo no vio nada más que oscuridad. De pronto dio un salto y retrocedió, porque algo muy grande se había estrellado contra la ventana. Se le vino a la cabeza una idea bastante desagradable: "Suponte que haya mariposas gigantes en este país. ¡Uf!" Pero entonces la cosa apareció nuevamente y esta vez Jill tuvo casi la seguridad de haber visto que era el pico de un ave lo que hacía ese ruido como de golpecitos. "Es algún pájaro enorme —pensó—. A lo mejor es un águila". No tenía muchas ganas de recibir visitas, aunque fuera un águila, pero abrió la ventana y miró hacia afuera. Al instante, con un ruidoso aleteo de alas, la criatura aterrizó en el alféizar de la ventana y allí se quedó parada, llenando la ventana entera, de modo que Jill tuvo que echarse atrás para dejarle espacio. Era el Búho. —¡Silencio, silencio! Tufú, tufú —dijo el Búho—. No hagas ni un ruido. Dime, ¿hablaban ustedes en serio de eso que tienen que hacer? —¿Quieres decir sobre el Príncipe perdido? —preguntó Jill—. Sí, claro que hablamos en serio. Porque ahora ella se acordaba de la voz y del rostro del León, que había casi olvidado durante el festín y los cuentos en el salón. —¡Bien! —exclamó el Búho—. Entonces no hay tiempo que perder. Tienen que salir de aquí en seguida. Yo iré a despertar al otro humano y luego volveré a buscarte. Será mejor que te cambies esos vestidos de gala y te pongas ropa adecuada para viajar. Regresaré en un santiamén. ¡Tufú! Y se fue sin esperar respuesta. Si Jill hubiera estado más acostumbrada a las aventuras, habría dudado de la palabra del Búho, pero ni se le ocurrió; y ante la emocionante idea de una escapada a medianoche, olvidó el sueño que sentía. Volvió a vestirse con su suéter y sus pantalones cortos —tenía un cuchillo de exploradora en el bolsillo de los pantalones que podría serle útil— y agregó algunas de las cosas que le había dejado en el dormitorio la joven del cabello de sauce. Eligió una capa corta que le llegaba a las rodillas y que tenía capuchón ("lo justo por si llueve", pensó), unos pañuelos y una peineta. Luego se sentó a esperar. Ya le estaba dando sueño otra vez cuando volvió el Búho. —Ahora estamos listos —dijo. —Anda tú adelante guiando el camino —le pidió Jill—. Yo no conozco todavía todos esos pasadizos. —¡Tufú! —dijo el Búho—. No iremos por dentro del castillo. No podemos. Tienes que montarte en mí. Vamos a ir volando. —¡Oh! —exclamó Jill, y se quedó inmóvil y sorprendida y sin gustarle nada la idea—. ¿No seré muy pesada para ti? —¡Tufú, tufú! No seas tonta, tú. Ya llevé al otro. Ven. Pero primero apaguemos la lámpara. En cuanto apagaron la lámpara, el pedacito de noche que podías ver por la ventana se

hizo menos oscuro, no tan negro, sino gris. El Búho se paró en el alféizar de la ventana, con el lomo hacia la habitación y levantó sus alas. Jill tuvo que treparse encima de su cuerpo pequeño y gordo y poner las rodillas bajo sus alas, apretándolas bien firme. Sentía las plumas deliciosamente tibias y suaves, pero no hallaba de dónde sujetarse. "¿Le habrá gustado a Scrubb su paseo?", pensó. Y justo cuando pensaba eso, se alejaron de la ventana dando un tremendo salto, y las alas levantaron una ráfaga de viento alrededor de sus orejas, y el aire de la noche, fresco y húmedo, azotaba su cara. La noche era mucho más clara de lo que esperaba, y aunque el cielo estaba encapotado, una aguada mancha de plata asomaba por el lugar donde la luna se escondía tras las nubes. Abajo se veían los campos grises y los árboles negros. Había un poco de viento, ese viento silencioso y turbulento que anuncia la lluvia que pronto caerá. El Búho giró en redondo, de modo que el castillo estaba ahora delante de ellos. Se veía luz en unas pocas ventanas. Sobrevolaron el castillo, hacia el norte, y cruzaron el río; el aire se hacía más frío, y a Jill le pareció ver el blanco reflejo del Búho sobre el agua, debajo de ella. Pero pronto estuvieron en la ribera norte del río, volando sobre un terreno boscoso. El Búho lanzó un mordisco a algo que Jill no alcanzó a ver. —¡Por favor, no! —gritó Jill—. No te sacudas así, casi me tiras para abajo. —Perdón —murmuró el Búho-. Sólo trataba de cazar un murciélago. No hay nada más alimenticio, modestamente hablando, que un buen murciélago bien gordito. ¿Quieres que te cace uno? —No, gracias —dijo Jill, con un escalofrío. Volaban un poco más bajo ahora y Jill vio que surgía frente a ellos una masa muy grande y oscura. Alcanzó a ver que era una torre, una torre casi en ruinas y cubierta de hiedra, le pareció, cuando tuvo que inclinarse para esquivar el marco de una ventana, mientras el Búho se abría paso con ella por entre hiedras y telarañas, dejando atrás la noche fresca y gris para entrar en un sitio oscuro en lo alto de la torre. Olía a encierro adentro y, en cuanto se bajó del lomo del Búho, supo (como uno siempre sabe, de alguna manera) que estaba lleno de gente. Y cuando en la oscuridad se oyeron voces por todos lados diciendo "¡Tufú, tufú!", supo que estaba lleno de búhos. Sintió un gran alivio cuando una voz muy diferente dijo: —¿Eres tú, Pole? —¿Eres tú, Scrubb? —respondió Jill. —Bien —dijo Plumaluz—. Creo que ya estamos todos aquí. Vamos a celebrar un parlamento de búhos. —Tufú, tufú, la verdad dices tú. Es lo que tienes que hacer tú —dijeron varias voces. —Un momento —se escuchó la voz de Scrubb—. Yo quiero decir algo antes. —Di tú, di tú, di tú —dijeron los búhos. —Sigue —dijo Jill. —Supongo que todos los tipos aquí... los búhos, quiero decir —dijo Scrubb—, saben que en su juventud el Rey Caspian Décimo navegó hacia el este hasta el fin del mundo. Bueno, yo iba con él en ese viaje; con él y con el Ratón Rípichip, y Lord Drinian y todos los demás. Yo sé que parece difícil de creer, pero en nuestro mundo la gente no envejece tan rápido como en éste. Y lo que quiero decir es que soy fiel al Rey, y que si este parlamento es una especie de conspiración contra él, yo no tengo nada que hacer aquí. —Tufú, tufú, nosotros somos búhos fieles al Rey también —replicaron los búhos. —¿De qué se trata esto, entonces? —preguntó Scrubb.

LA SILLA DE PLATAWhere stories live. Discover now