A la mañana siguiente, a eso de las nueve, se podían divisar tres siluetas solitarias que se abrían camino cruzando el Shribble por bancos de arena y pasaderas. Era un río fragoso y de escasa profundidad, tanto que Jill no alcanzó a mojarse más arriba de las rodillas cuando atravesaron a la orilla norte. Unos cincuenta metros más adelante, el terreno subía hasta el principio del páramo, cortado a pique por todas partes y a menudo en medio de acantilados. —¡Supongo que eso es nuestra senda! —dijo Scrubb, señalando a la izquierda y al oeste hacia el lugar donde un riachuelo bajaba del páramo por una garganta no muy profunda. Pero el Renacuajo del Pantano sacudió la cabeza. —Los gigantes viven allí, en su mayoría, por el costado de esa garganta —dijo—. Podríamos decir que ese barranco es como una calle para ellos. Será mejor que vayamos derecho adelante, aunque sea un poquito empinado. Encontraron un sitio por donde pudieron trepar y en unos diez minutos llegaban jadeantes a la cumbre. Contemplaron con añoranza el valle de Narnia que dejaban atrás, y luego volvieron su mirada al norte. Por lo que alcanzaban a ver, el vasto páramo solitario se extendía siempre en pendiente. A la izquierda el terreno era más rocoso. Jill pensó que debía ser el filo del barranco de los gigantes y no tuvo demasiado interés en mirar en esa dirección. Se pusieron en marcha. El suelo era bueno y liviano para caminar, y un pálido sol alumbraba el día invernal. A medida que se adentraban en el páramo, se acrecentaba la soledad; se podía escuchar el canto de las avefrías y, a veces, ver pasar un halcón. Cuando a media mañana hicieron un alto para descansar y beber en una pequeña hondonada al lado del arroyo, Jill ya empezaba a creer que iba a disfrutar de la aventura, después de todo; y se lo dijo a los demás. —Todavía no hemos tenido ninguna —replicó el Renacuajo del Pantano. Después de la primera detención —igual que las mañanas en el colegio luego del recreo, o los viajes por ferrocarril después de un cambio de trenes— las caminatas nunca continúan como eran antes. Al partir otra vez, Jill advirtió que el borde rocoso de la garganta se notaba más cercano. Y las rocas eran menos chatas y más rectas que antes. En realidad, parecían torrecillas de roca. ¡Y qué formas tan divertidas tenían! —Estoy convencida —pensó Jill— de que todos los cuentos sobre los gigantes deben venir de esas rocas divertidas. Si vienes por aquí cuando esté medio oscuro, podrás pensar fácilmente que esos montones de rocas son gigantes. ¡Mira ése, por ejemplo! Hasta podrías imaginarte que el terrón de arriba es una cabeza. Sería un poco grande para el cuerpo, pero le vendría bastante bien a un gigante feo. Y ese tupido matorral —supongo que en realidad es sólo brezo y nidos de pájaros— podría pasar perfectamente por pelo y barbas. Y esas cosas que sobresalen a cada lado parecen verdaderas orejas. Son demasiado grandes, pero quizás los gigantes tienen orejas enormes, como los elefantes. Y... ¡ay, ay, ay...! Se le heló la sangre. La cosa se había movido. Era verdaderamente un gigante. No podías equivocarte; Jill lo había visto dar vuelta la cabeza. Alcanzó a vislumbrar su inmensa cara estúpida, de mejillas mofletudas. Todas las cosas eran gigantes, no rocas. Habría unos cuarenta o cincuenta, todos en una fila; era evidente que estaban parados con sus pies pisando el fondo del barranco y sus codos afirmados en el borde, tal como cualquier flojo se apoyaría en una tapia alguna linda mañana después del desayuno. —Sigan derecho —susurró Barroquejón, que también los había visto—. Y pase lo
que pase, no corran. Vendrían detrás de nosotros en un segundo. Siguieron, por tanto, su camino fingiendo no haber visto a los gigantes. Fue como atravesar la puerta de entrada de una casa donde hay un perro feroz, sólo que esto era mil veces peor. Había docenas y docenas de gigantes; no parecían enojados, ni tampoco cordiales, ni demostraban el más mínimo interés en nada. No había señas de que hubieran advertido la presencia de los viajeros. De pronto, juiz, juiz, juiz, un objeto pesado pasó como un rayo por el aire y, con gran estrépito, una enorme piedra suelta cayó a unos veinte pasos delante de ellos. Y en seguida ¡zaf!, otra cayó veinte pasos atrás. —¿Estarán apuntándonos a nosotros? —preguntó Scrubb. —No —respondió Barroquejón—. Si así fuera, estaríamos mucho más a salvo. Están tratando de pegarle a eso... a ese montón de piedras allá a la derecha. No le pegarán, van a ver. Eso está sumamente fuera de peligro: son pésimos tiradores. Siempre juegan al tiro al blanco cuando las mañanas están despejadas. Casi el único juego que su inteligencia logra entender. Fueron momentos horribles. La fila de gigantes parecía interminable y no cesaban nunca de arrojar piedras, algunas de las cuales caían extremadamente cerca. Y dejando de lado el peligro real, el sólo ver sus caras y oír sus voces bastaba para asustar a cualquiera. Jill trataba de no mirarlos. Al cabo de unos veinticinco minutos, aparentemente los gigantes tuvieron una disputa entre ellos. Esto puso fin al tiro al blanco, pero tampoco es muy agradable estar a corta distancia de gigantes peleando. Rabiaban y se insultaban unos a otros, usando largas palabras sin sentido, cada una de casi veinte sílabas. Echaban espumarajos por la boca y farfullaban y saltaban de furia, y cada salto remecía la tierra como si estallara una bomba. Se pegaban unos a otros en la cabeza con grandes y toscos martillos de piedra; pero sus cráneos eran tan duros que los martillos les rebotaban, y entonces el monstruo que había asestado el golpe dejaba caer su martillo y se ponía a aullar de dolor, porque le había herido los dedos. Pero era tan estúpido que hacía exactamente lo mismo al minuto siguiente. Y esto fue bueno a la larga, pues al cabo de una hora todos los gigantes estaban tan adoloridos que se sentaron y empezaron a llorar. Al sentarse, sus cabezas quedaron por debajo del filo de la garganta, de modo que ya no los veías; pero aun después de haberse alejado como a una legua de distancia, Jill podía escucharlos aullando y lloriqueando y gimiendo como gigantescos niños recién nacidos.
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LA SILLA DE PLATA
Khoa học viễn tưởngsexto libro de las cronicas de narnia escrito por C.S. Lewis a quien se le debe todos los derechos de autor