33.

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Cerró los ojos con tanta fuerza que le dolían, no podía contenerse más, lo tenía que soltar. Ningún dolor era comparable al que sentía en su pecho en esos instantes. Su corazón estaba tan deshecho en trizas que ni con tiritas soportaría otra caída. Y ella, estaba tan rota que incluso le avergonzaba decir que su herida no estaba cosida del todo. Todos, en circunstancias extremas, tomamos decisiones precipitadas pero ella, una vez más, había decidido huir, pero esta vez, por la puerta grande.

—¡Amaia!— escuchó su nombre al final del pasillo. Sabía quién era. Reconocería esa voz en medio de cualquier tormenta pero, si hace un par de meses hubiera corrido hacia esa voz sólo para encontrar refugio, ahora, sólo quería escapar.

No. Quería estar sola y no necesitaba ni le apetecía volver a escuchar ni su nombre ni sus cuentos. Se habían anclado en una historia del pasado que lo único que conseguía era dañarles aún más y, tenían que admitir de una vez, que, aunque en su día se lo hubieran dado todo, hoy, ya no quedaba nada entre ellos. Era difícil olvidarle y olvidar ese "nosotros" que apenas había durado unos segundos. Le era imposible eliminar de su mente esos ojos que había querido más que a sus propias manos y a esa boca que le había prometido tierra y cielo. De eso que construyeron ya sólo quedaban mentiras y huesos y, ahora, eran dos extraños que no tenían ni el valor de mirarse a la cara. Eran polvo y viento.

—Amaia, por favor.

No, no y no. Su pecho había sido invadido pura presión y su corazón palpitaba sin control. Se habían equivocado. Intentaba dejar de llorar y, por una vez, intentar poner una cara decente pero, esa falsa sonrisa no se la creía ni ella. Todo eran decepciones. Quería pasar de una vez página, deshacerse de todo y empezar a curar la herida tan grande que había dejado en ella pero, no podía. Y no podía, porque sabía que, al fin y al cabo, eso era lo único que le seguía uniendo a él; el dolor que le hacía sentir, , significaba que, en su día, él estuvo ahí, con ella.

Y aunque le dijera a la gente que ya no le quería, primero tendría que convencerse a sí misma para que ellos se lo creyesen también.

—Amaia, espera —al salir del ascensor, la chica había corrido lo más rápido posible por ese largo pasillo. En realidad, había ido lo más rápido posible desde que había bajado de ese taxi. Sólo quería soledad, encerrarse en el baño y, bajo el agua de la ducha, llorar y desahogarse. Pero no pudo. Aunque, por primera vez en tantos días, había abierto la puerta de la habitación sin ningún contratiempo, al entrar, al poner un pie dentro, una presión en su muñeca derecha la detuvo—. Espera, por favor. Que yo también...

—Déjame —musitó sin darse la vuelta. Se mordía el labio de la angustia. El desasosiego que sentía era tan fuerte que no tardó en notar el sabor oxidado de las primeras gotas de sangre en la boca. ¿No había sido suficiente tener que aguantar el teatrillo de la embajada para él que aún quería más?

—Amaia, no te voy a dejar, joder. Ostia puta, ¡que yo también lo he sentido!

Y con el con el seco ruido del portazo, se miraron a la cara. Sus ojos estaban rojos, hinchados y ya no brillaban. Su luz se había apagado. Dejó que todo el aire que llenaba sus pulmones fuera saliendo, cálido, y jodidamente pesado. Conectaron y con una mirada, recordaron lo sucedido horas atrás.

Se pasaron media tarde andando de la mano y rodeados de cámaras, por esos enormes jardines de la Embajada Española. Sonreían, hablaban de fantasías y sueños, de planes que ambos sabían que jamás harían realidad. Las risas, los besos, los abrazos..., todo era falso pero lo defendían con buena compostura.

Entrevista por aquí, palabras bonitas por allá, fotografía por aquí, sonrisa por allá. Varios regalos, una visita guiada por las estancias de la embajada y, de repente, un piano en una sala. «¿Por qué no nos cantáis algo?» propuso animado el embajador.  Esa propuesta los había llevado a compartir banqueta, a hacerles sudar y a cantar esa canción, esa maldita canción. No hicieron falta ni miradas ni palabras para saber al segundo, que cantarla había sido un error fatal. City of stars no era una canción cualquiera, eran sus recuerdos, su historia y su canción. Y ahora, su baúl de recuerdos estaba abierto y no podía cerrarse.

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