Brotes

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Decidí dar una vuelta por el pueblo. En mi mente no dejaban de dar vueltas las mismas preguntas que le hice a Mawol. Quería saber más sobre esas criaturas, pero temía conocer demasiado, ya que tendría más probabilidades de perder que de ganar.

Anduve durante bastante rato sin rumbo y, cuando me quise dar cuenta, desconocía el lugar en el que me encontraba. Estaba en medio de un frondoso bosque totalmente perdida. No tenía ni idea de hacia dónde ir. Si izquierda o derecha. Si avanzar o dar la vuelta y volver, pero, ¿volver a dónde? Respiré hondo y continué recto con la esperanza de encontrar algún lugar dónde hubiera alguien quien me pudiera, más o menos, orientar.

Pasé por varios sitios que me parecían iguales, mas lo sabría, puesto que hice montañas de piedras para saber por dónde había pasado. En un momento de distracción buscando un nuevo camino por el que ir, tropecé con una rama. Caí de bocas. Empezaron a salir unos pequeños brotes de la tierra, me asusté y me senté en el suelo intentando recordar si los tallos pequeñitos de hierba estaban ahí antes de tocar suelo, pero me resultó imposible. Volví a tocar el suelo para ver qué había pasado y afloraron otros tallos entre mis dedos. Me quedé bastante sorprendida al ver que yo podía hacer aquello. Me miré las manos para ver si había algo especial en ellas, pero no vi absolutamente nada. Normales, mis manos eran completamente normales.

Tras levantarme y continuar mi camino durante algunas horas, una gran pared de piedras me impedía continuar. Miré a mis espaldas tras oír unos pasos, pero le resté importancia. No obstante, cuando estaba buscando la manera de continuar el trayecto, oteé una cueva bastante profunda y oscura a simple vista. Me aterrorizaba meterme dentro y no saber qué me iba a encontrar o a quién. Si me iba a hacer daño o no. Me asomé a la entrada de ésta y pregunté si había alguien con la esperanza de que me contestaran y fueran amables, mas no obtuve respuesta. Me imaginaba que nadie estaría dentro, por lo que dejé la cueva de lado, di media vuelta y retomé los pasos hasta encontrar otro camino.

Vagaba por un camino estrechísimo entre abundantes hojas enormes que impedían ver el suelo que había debajo de ellas, cuando sentí moverse la fronda de mi derecha. Paré en seco por instinto. Pensaba que si me quedaba quieta, no se acercaría a mí lo que provocara que se movieran. ¡Qué equivocada estaba! Entre la fronda salió un pequeño conejo blanco. Precioso. Fui a acariciarlo cuando, de repente, empezó a correr hacia la otra fronda izquierda. Di un brinco que inmediatamente me llevé la mano al pecho. Notaba mi corazón a mil por hora, pero aún veía moverse las hojas por dónde pasaba el conejo, así que decidí seguirlo. Supuse que iría a su madriguera o a algún refugio.

Allí estaba, quieto, tranquilo, acurrucado. Era muy tierno. Me fui acercando a él poco a poco sin hacer ruido para que no se asustara. Levantó la cabeza y me miró de frente. Me agaché y extendí la mano lentamente para que pudiese olerme. Estábamos en una cueva, mucho menos profunda que la que vi de piedra, dónde el conejo se refugiaba de la lluvia. Me senté a su lado y minutos más tarde se puso a llover a cántaros. Diluviaba que daba gusto, y fue ahí cuando el animal se subió en mi regazo. Le noté temblar, tenía miedo, así que decidí tumbarme porque la noche se nos echó encima y no iba a parar de llover. El conejo se arrimó a mi tripa y ahí se acurrucó, por lo que encogí las piernas para que estuviera más calentito. De aquella forma nos quedamos los dos dormidos.

Fui a acariciar al conejo, pero ya no estaba, así que abrí los ojos para buscarle y de frente vi a un niño mirándome curioso.

- ¿Qué haces ahí tumbada? – Preguntó. 

Me quedé perpleja. No podía articular palabra. Pero el niño seguía ahí entado frente a mí, mirándome casi sin parpadear esperando a que le contestara, pero al ver que no recibía respuesta alguna, continuó hablando.

OlyaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora