Capitulo 11

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Las calles están tupidas y húmedas por la llovizna que seguramente cayó en la madrugada mientras todos dormíamos. Los negocios de frutas —manzanas, uvas, peras y pasas— están abarrotados y con filas exuberantes de personas que han dejado todo para última hora. Pude haber sido una de esas si mi madre y la abuela no hubiesen hecho la compra sin mí para nuestra cena. Después de repasar todo y de haberlo colocado sobre la mesa de acero inoxidable en medio de la cocina, me di cuenta de que todo estaba allí. Desde la pierna de cerdo sin condimentar y cruda hasta las papas y zanahorias para la ensalada rusa. Ellas compraron unas cuatro botellas de vino tinto tempranillo y un galón de ron. Si algo está claro en nuestra diminuta familia es que en las Navidades se debe tomar unos cuantos tragos y celebrar que estamos juntas un año más. Julio y Jonathan salieron primero que yo sin decir si volverán o no, aunque la carencia de una despedida por sus compinches y cómplices, mi abuela y mi madre, evidencia que regresarán.

Las casas en Las Praderas son enormes construcciones elegantes, aunque algunas modernizadas y elevadas como en busca del cielo se convirtieron en edificios con apartamentos para alquiler. La zona donde compré la casa para mi madre es tranquila, quieta y perfecta para su descanso y bienestar. Ni ella ni la abuela Ina están acostumbradas a la bulliciosa capital del país. Fue un cambio drástico; de vivir en Jimaní, en una casa de tres habitaciones donde solo cabía una cama cómoda, un armario de pino tratado, un baño para todos —visitas y nosotras—, una sala corrida con una terraza que daba al patio trasero que cuando llovía el lodo se escapaba hasta su interior. Es cierto, no están acostumbradas a la cerámica, a la música alta en los vehículos ni mucho menos a los motoristas que no sabes si vienen a atracarte o a ofrecerte sus servicios de transporte, por ende, debías caminar deprisa hasta donde hubiese más gente o comenzar a gritar como locas "¡ladrón!". No es fácil la urbe. Por esta razón, escogí esta zona pese a que todos mis ahorros se fueron junto al dinero que el banco me prestó.

Ellas valen la seguridad y la tranquilidad, así no será tan duro y tajante el cambio desde un campo sin calles asfaltadas hasta un lugar donde no hay basura en las esquinas o donde la luz es durante veinticuatro horas.

Mi madre me comentó sobre una vecina que tiene una boutique de segunda mano. Ropas en condiciones excelentes pero usadas. No me molesta usarlas. Por más esnob que mi madre piense que me he transformado, sigo siendo la misma chica humilde que usaba ropa que dejaban las vecinas. No me avergüenza mi pasado. El pasado me convirtió en lo que soy hoy. Quizá hubiese cambiado las repetidas comidas de plátanos verdes con huevo revuelto o las cenas de yuca hervida y salami frito.

Sí, en definitiva, en ese entonces hubiese deseado comer al menos una pizza de vez en cuando.

Cambiar esas cosas tan sencillas, esos momentos de tranquilidad y las cenas tradicionales y de pobres, como sé que muchos las catalogan, sería absurdo.

Me detengo justo enfrente del local de la señora que tiene el letrero más luminoso de la calle. Está encendido cuando apenas son las nueve de la mañana. Me acerco con calma y respiro la tranquilidad que es única en Navidad. Sin comparación alguna, la mejor época del año. Los villancicos y los merengues típicos se hacen eco en cada hogar del país. Me invade una ligera nostalgia al recordar Cima Sabor Navideño, una emisora radial que se escucha año tras año desde hace más de veinte años en las radios dominicanas.

Los ligeros rizos y mechones se mueven en mi rostro.

Rengo que apartarlos de la cara antes de empujar la puerta y acceder a la tienda.

—¡Hola! —me recibe con efusividad una señora entrada en los cuarenta y tantos.

Solo sus ojos pueden decir su verdadera edad por las patitas de gallo que los adornan, ya que su rostro, en general, le resta unos diez años junto a su cabello negro azabache que seguramente oculta las canas.

Cafe contigo al despertarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora