Mariposas en el fin del mundo

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Había una luz que resplandecía frente a nosotras.
--Aquella luz era lo único que teníamos para guiarnos en esa oscuridad que atravesábamos. Nuestras bicicletas chirriaban y acompañaban armoniosamente al rumor de la lluvia y el viento. Se escuchaban en la lejanía los ríos desbordarse y el agua atrapar todo a su paso, el viento aullar y arrullar las ramas de los arboles más remotos. Mis manos habían tomado un color más rojizo debido al frío y me era más difícil mover mis articulaciones. Su falda bailaba con la corriente de aire violento que nos enredaba. Aquél paisaje se asemejaba a un paraje apocalíptico, o al menos, eso me pareció a mí en ese instante.

Al llegar, tiramos nuestras bicicletas sin cuidado a un lado de la carretera y corrimos hasta el montículo que se hallaba ante nosotras. Me acerqué con lentitud. Frente a mí se alzaba la vista de toda la ciudad que brillaba bajo la luna silenciosa y distante, acompañada únicamente por el agradable sonido de la lluvia que caía y caía. Apenas había luces en las calles, pero la luna brillaba y emanaba luz a su paso.

Sus ojos miel me miraron y mientras el viento golpeaba nuestros frágiles cuerpos y agitaba nuestros uniformes frenéticamente, vi como cerraba sus ojos, tomaba un largo suspiro, y abría sus brazos, sosteniéndolos a cada lado de su complexión. Una corriente de viento gélido nos abrazó y pude ver su sonrisa aumentar. La imité. Alcé mis brazos hasta formar una cruz humana y me puse de puntillas sobre la hierba, como intentando acercarme lo máximo posible al cielo estrellado que nos cubría. La brisa nos meció a ambas y pude ver en su expresión una clase de alivio que no había visto hasta entonces.

—¡Teníamos que haber venido antes! —gritó intentando que escuchase sus palabras en medio de la tormenta. Sonreí.

Su rizada melena jugaba con la brisa y yo no podía hacer más que quedarme embobada mirando como lo hacía. Volví a girarme hacía adelante, hacía la ciudad deslumbrante.

— ¡Sí! — contesté, sintiendo el aire correr y envolverme firmemente. Yo también cerré los ojos por un segundo y respiré profundamente por primera vez en mucho tiempo, sintiendo la ventisca y la lluvia mezclarse y recorrerme el rostro. Supe entonces que en esos momentos de calma, después del ajetreo de la vida cotidiana, se haya la paz.

Esa fue la primera vez que sentí que podía extender la palma de mi mano y rozar alguna de aquellas luces que se extendían a mí alrededor. Hasta entonces era yo quien alzando mi mano al cielo, no trataba de coger una estrella, sino de alejarlas. Pero hubo algo más que aire frígido en aquellas brisas que nos arropaban, hubo algo que hizo que, por primera vez, sintiese algo más que lo que mis sentidos limitados por las pocas experiencias que había vivido, me habían permitido sentir nunca.

Mientras abría mis brazos, me permití a mí misma abrazar aquel sentimiento.

La lluvia aumentó y no tardó en empaparnos de arriba abajo, cosa de la que nos reímos a carcajadas y mientras nos agarrábamos la una a la otra, corrimos a escondernos bajo un árbol de hojas más grandes, donde nos sentamos manchándonos de lodo. Observamos la vista que teníamos frente a nosotras: Las aceras de las calles se habían encharcado creando balsas de agua, las rosas de los jardines se ahogaban en barro y las ventanas de las casas tiritaban presas de la ventisca. No había ni un alma en la calle.

— Parece el fin del mundo. — susurraron sus labios rosados con completa seriedad. Su mirada contemplaba algo más allá. Miraba a algún lugar entre las luces de nos bañaban de luz, y su enmarañada inconsciencia. Me quedé en silencio durante un tiempo, como mostrando respeto por su fatídica perspectiva de aquello.

— No exageres, es solo una tormenta de verano.­ — según dejé esas palabras escurrirse por mis labios, me arrepentí de haberlo hecho. Me irritaba mi ordinaria comprensión de la vida. Quizá por eso la admiraba tanto, por su aptitud de ver las cosas desde un punto de vista diferente. No me contestó, ni siquiera estoy segura de si escuchó aquellas palabras en primer lugar. Parecía perdida en sus pensamientos. Ojala hubiese conocido qué era exactamente lo que pensaba todas las veces que se quedaba callada. Dejé que mi cuerpo cayese sobre el tronco que nos resguardaba. Habíamos planeado esta escapada desde hacía meses, como sin ser conscientes de la locura que estábamos cometiendo, probablemente fue la ilusión con la que cargaban aquellos dos ojitos los que hicieron que me comprometiese a verme aquí: A la colina de nuestra ciudad, a las seis de la mañana.

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