El día de los muertos

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Parecía que el cielo se iba a caer de un momento a otro. Los truenos llevaban horas haciendo temblar los cristales de la casa y el pueblo estaba en penumbra pese a ser mediodía. Todos los aldeanos estaban encerrados en sus casas y los gatos callejeros se habían refugiado en los edificios abandonados de las afueras. Me acurruqué más en la suave manta y observé como las primeras gotas comenzaban a caer. Primero una suave llovizna, que acabó convirtiéndose en una lluvia torrencial, y después en pequeñas piedras de hielo que producían un «clic» al chocar contra mi ventana. Las diminutas gotas se deslizaban veloces por el cristal mientras las nubes acompañaban sus bramidos con destellos de luz que zigzagueaban en el cielo.
De pronto el viento cesó, los truenos desaparecieron y las gotas parecían no hacer ruido al tocar el suelo. El «clic» del granizo pasó a ser un leve golpeteo sordo. El silencio se adueñó del pueblo.

La oscuridad que sumía la calle se vio rota por un haz plateado. Caminaban bajo la tormenta, con paso firme y mirada perdida. Niños, adultos y ancianos desfilaban por el asfalto despidiendo una tenue luz blanca. El aire no movía sus cabellos y el agua se deslizaba por su piel casi traslucida sin dejar rastro alguno. Iban avanzando hacia el centro del pueblo, decenas y decenas de personas pasaban ante mis ojos con el rostro serio mirando hacia delante. Escuché el maullido estridente de un gato que acto seguido cruzó la calle por la que caminaban. Las almas continuaron su camino atravesándolo como si no estuviera y el animal se desplomó en el suelo. Me levanté lentamente sin despegar la vista de la ventana.

Cuando llegué a la calle, del siniestro desfile solo quedaban los más rezagados; cuatro niños caminaban despacio cerrando la comitiva, pero había algo extraño en ellos, en lugar de mantener el semblante inexpresivo y la mirada fija, giraban la cabeza de un lado a otro. Buscaban algo, o a alguien. Casi habían girado la esquina cuando uno de ellos se detuvo, se dio la vuelta despacio y clavó su mirada en mí. Intenté echar a a correr pero las piernas no me respondían, él se acercaba sonriendo «te estaba buscando». Noté como el pánico subía por mi garganta. Cuando llegó junto a mí, las lágrimas caían por mis mejillas, él pasó los brazos por mis hombros y me abrazó, pero en lugar de notar su cuerpo contra el mío, noté como una corriente de aire gélido me atravesaba. Todo se volvió oscuro.

Cuando abrí los ojos, el niño estaba frente a mí y me ofrecía su mano. La tomé esta vez notando su contacto y comenzamos a caminar dejando mi cuerpo sin vida en el suelo.

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