Tempestad.
Inmerso en la contemplación de aquel valle, el Ermitaño vagaba una y otra vez, extraviado en esa eternidad, blanquecina, uniforme, inmaculado, puro. Envuelto y abrumado en el asombro y fulgores y visos dorados que acompañaban el azul profundo del infinito cielo, contemplaba en su mente el momento de iniciar, tal vez, de extraviarse en la profundidad de aquel Edén. Sin embargo, trepidó al sentir que ese, no era su hogar.
Dispuesto a encontrar un lugar donde morar, decidió emprender su camino y conquistar esa tierra inhóspita, vírgen a su manera, pues se percató que nadie habitó allí durante muchos soles. No por ausencia del acto conquistador y de la ansiedad de reclamar ese lugar como suyo, sino por lo Sacro del mismo. Ningún ser, antes o después, sería merecedor en su totalidad para reclamar aquel extraño y mágico Paraíso.
Tomó en la mano la brújula del deseo, objeto valioso, otorgado ciclos atrás por aquella mágica doncella que cruzó su andar aquel otoño; la criatura había sido clara en sus instrucciones:
- "Deseo, puro has de ser. Si fueres corrompido por la ira o el amor, jamás llegarás a donde anhelas. El miedo y el dolor cambiarán el norte de tu guía; la alegría desmedida y el libertinaje, (absurdo pensamiento gestado por el Hombre en relación a la Libertad y el Libre Albedrío ofrecido en el inicio por el Padre y Madre Universales), dañará también el sentido de orientación de tus pasos por este Universo. Solo el Deseo Puro desde tu Ser, sólo aquel deseo libre y sabio, que muchos no consiguen ni comprenden hasta el final de sus días, solo aquel Puro Deseo te situará."-
Al recordar aquellas instrucciones - que parecieran un reto para su existencia - sintió como la tierra sollozaba. El frío viento sacudió por un momento ese todo inmaculado. El cielo se apagó momentáneamente, un fugaz temblor estremeció el lugar donde reposaba. Nubes oscuras se asomaban nuevamente, negro como la noche fue el cielo durante un instante fugaz; hace muchos amaneceres que esperaba observar aquel evento. Sin temor, pero si ocupándose de aquel momento del que fue testigo, decidió que aquel lugar a donde su rumbo lo llevaría, estaba más allá de las Montañas y las praderas doradas, más allá de los valles fríos y pálidos, más allá.
El viaje inició sin retardos. Serían numerosos los ciclos determinados para llegar al anhelado lugar. Pero entendió en su ser, que era ahí donde pertenecía. Alineada la brújula del deseo y su sentir, listos y ligeros los pasos serían para encontrar aquel espacio donde esperaba encontrar lo que su corazón deseaba. Muchos vientos soplaron en una y otra dirección, pero aquel Ermitaño, guiado por su deseo, no desistió en su viaje.
Después de muchas estrellas apreciar en las frías noches, perdido se halló, había caminado tanto y parecía que su rumbo, distaba cada vez más de la dirección esperada. Extraviado y solo, dejo caer una lágrima de dolor sobre aquella tierra inmaculada, que nuevamente sintió retumbar, esta vez de una manera más suave, tenue y triste. Una tristeza que no pudo soportar y que lo hundió en un océano de melancolía y desesperación. Solo y sin consuelo, se dejó llevar por el dolor y después de muchas Lunas, se permitió caer.
El amanecer acarició una vez más las ropas del Ermitaño. Un viento cálido vagaba sobre su cuerpo frío. Observó el lecho donde había llorado y con dificultad observó cómo sus lágrimas habían marcado la tierra dibujando una especie de símbolos que discurrían en una y otra dirección, sin aparente significado, al menos no desde su perspectiva.
Hizo de ese lugar su hogar transitorio. Estableció allí su campamento para poder estudiar mejor aquellos enigmáticos símbolos que le traían de alguna manera, una extraña paz que no lograba entender del todo. Durante muchas estaciones permaneció ahí, no se sentía Ermitaño entonces. Poco a poco iba sintiendo como la tranquilidad le permitía de una u otra forma entender que pertenecía a ese lugar. Estudió una y otra vez aquellas líneas en la blanca tierra. Dibujó muchas veces aquellos símbolos para darles un significado, tristemente sin éxito en su causa. Cansado se entregó al sueño una vez más, sin embargo, no lograba descansar, no lograba extraviar de su mente aquellas formas, o lo que él pensaba que eran aquellas líneas que atormentaban su entendimiento.
Mientras su mente perdida en la contemplación estaba, no pudo evitar sentir que la tormenta se aproximaba nuevamente en aquel horizonte, pensó que tardaría en llegar a su hogar. Se percató entonces que aquel lugar le permitió entregarse a la idea de no ser un Ermitaño, nunca más.
Estaba apartado de su antiguo paraíso, tan suave, tan firme, tan tranquilo, no obstante, una cuestión rondaba su neocórtex y las diferentes conexiones que con otros rincones de su cerebro se establecen para gestar la pregunta más sencilla, pero con el significado más complejo que pudiese imaginarse: ¿pertenezco aquí? Esa pregunta nubló su mente, tranquila, atónita y abrumada por dicha pregunta que conllevó a una epifanía igual de simple: Sentirse en casa.
Sentado en la blanca tierra, esperó al alba y la tormenta que consigo traería. Era momento de Sentir. Las nubes obscuras y frías se posaron sobre el lugar lentamente, el sonido del trueno apartaba el silencio sublime del lugar. Enormes luces cubrían de lado a lado aquel valle, sin piedad cortaban lo ennegrecido del cielo durante pocos segundos, relámpagos de vida y muerte, fugaces e instantáneos como soles en el cosmos, pero al Ermitaño, ya nada le perturbaba, había encontrado su Hogar. Irascible, la tierra se convulsionó una vez más con estrépito. Aquel maná líquido proveniente desde el río infinito del cielo, no postergó más su necesidad de fundirse con la blanca faz. Con enojo, fuerza, pasión, velocidad y constancia se unían en una extensa y oscura forma en su contraparte, haciendo que la inmaculada superficie tomara otra esencia. La tierra se transformaba con cada gota, cada una de esas lágrimas celestiales daba paso a un profundo cambio, una eterna transfiguración que daría per se un sentido también distinto a ese lugar. El Ermitaño solo pudo cerrar sus ojos y permanecer en silencio ante aquella fantasmagoría. La luz se privó de sus colores para fundirse en lo negro de la tormenta, de repente todo quedó en silencio.
El Ermitaño abrió los ojos suavemente, para ver si algo de luz se colaba ante aquella inmensidad de ébano puro. Ante si aparecieron lentamente las líneas, formas, siluetas, testigo de la metamorfosis final que poco a poco veía con mayor claridad; símbolos que convergía en la unidad, un poderoso emblema plasmado en aquella espalda blanca y pura de su amada mujer...