Mis pies deambulaban por las calles cubiertas por las flores de cerezo. Era una noche fría, a pesar de ser primavera, pero la sentía más gélida por mis lágrimas. Me abracé a mí misma y seguí mi camino a un lugar no definido. Caminaba sin rumbo.
Estaba cansada de seguir el camino que estaba determinado. Quería seguir el mío, sin importar con qué me fuera a encontrar en él, quería saber que había más allá de lo conocido. Estaba harta de ser quien los demás querían.
Tomé un cerillo y encendí el cigarro que tenía en mis manos. Di la primera calada y dejé que el humo se fuera por mis fosas nasales, como si diluyeran mis problemas emocionales. Di la segunda y dejé caer las cenizas. Cruzaba mis pasos en línea recta, yendo hacia la parte oscura de la estación. No importaba. Quería ser yo quien hiciera lo que quisiera.
La oscuridad abundaba en el pequeño callejón detrás del andén. No tenía miedo. Tercera inhalación y el humo ya ni se veía por la poca luz existente.
¿Por qué tenía que fumar?
Yo estaba en contra de que la gente fumara. Sabía de los riesgos que conllevaba hacer tal acción, pero yo estaba haciendo lo que tanto aborrecía. Siempre que mi mejor amigo fumaba, lo miraba con mala cara y lo regañaba, porque eso era lo que hacían las amigas. Cuidar a sus pares. O eso era lo que yo creía. Llegaba a cuidarlo como si yo fuera su madre, me ocupaba de que estudiara, de que pusiera atención en clase, de que estuviera peinado. Ya no era su amiga. Yo era su mamá. De todas formas, creía que, de esa manera, él me cuidaría de la misma forma en que yo lo hacía, pero tampoco eso. Él no me consolaba cuando lloraba, no era capaz de darme un mísero abrazo cuando lo necesitaba. No respondía a mis discretos pedidos de ayuda, solo agregaba una pequeña expresión, carente del apoyo que yo necesitaba. Solo se dedicaba a ser egoísta y a ser él mismo. Lo odiaba con todas mis fuerzas. Pero también lo quería.
Las veces que estuve allí, para que calmara sus nervios cuando tenía problemas con su padre, con sus hermanas, con todo el mundo. Ahí estaba yo, dándole mi hombro y mi oído cuando lo necesitaba. Pero no era recíproco. A veces necesitaba de sus abrazos y de su hombro para llorar, o siquiera de una mirada de consuelo, pero él no hacía nada de aquello, porque era egoísta y siempre era él el mas importante de todos. Y para mí, a veces, lo era.
¿Tan poco me amaba?
Tal vez el ser la sombra de mi hermana, provocó aquello. La hija mayor, la primogénita, de notas sobresalientes, de carrera espectacular, la que tenía un carácter fuerte y alma de líder, la hacían perfecta. Claro, yo tenía que ser quien se ocupara de sus necesidades, de que ella no se enojara ni se cansara de más, porque claro, yo no tenía que estudiar ni tenía vida social. Mi deber era cuidar el bienestar de ella. Incluso mi madre me obligaba a ser su sombra, porque siempre que hablaba de sus hijas, lo hacía de ella. La veías hablar y ella tenía brillo de orgullo en sus ojos, porque su hija mayor tenía un futuro asegurado, prometedor, y luego seguía yo. La supuesta perezosa, la que no hacía más que estar frente a la computadora, escuchando música y soñando con ser pianista o dedicarse a la música. Solo por ser yo.
Mi autoestima se destruyó aun más con los comentarios y las acciones de mis compañeros de curso. Yo tenía buenas notas y por lo que sucedía con mi hermana, me hacía tener un carácter dócil, maleable, por lo que me ofrecían una falsa amistad, a cambio de que yo les pasara la tarea, yo creía que por darlo todo, ellos iban a hacer lo mismo. Estaba tan equivocada. Se reían de mí al intentar defenderme, o cuando hacía algo equivocado, mi autoestima estaba por el piso. Aún lo está, pero lo disimulaba burlándome de mí misma. Al parecer, de esa forma, ellos pensaban que sus comentarios ya no me hacían el daño que provocaban antes.
La tercera calada y yo seguía caminando sin saber donde iba a terminar el callejón. Solo deseaba que todos mis problemas dejaran de aquejar mi cerebro.
¿Por qué no podía ser el orgullo de mis padres? ¿Por qué no lograba que mi mejor amigo me quisiera de la misma manera en que yo lo hacía? ¿Por qué dejé que mi hermana me opacara? ¿Por qué no podía ser yo misma? ¿Por qué no me amaba a mí misma?
Hubo un momento en mi vida en que sí me amé. Nada ni nadie me derrumbaba. Era yo contra el mundo. Me sentía invencible, pero siempre llegaba un momento en que todo se iba por el caño, donde lloraba desconsoladamente. Las lágrimas hacían más pequeño el problema, era una manera de descargar todo. Y solo por eso, era considerada débil. Canalizar mis problemas me hizo ganar esa denominación. Mi padre me lo recordaba aún más con sus "advertencias". "¿Quieres que te haga llorar con más razón?" era la frase más común y la que más me hacía llorar. Esa oración era como gasolina para el incendio. Me hacía sentir poco querida por su parte, y se acentuaba aún más cuando estaba al lado de mi hermana mayor. Ella era su orgullo. Su hija favorita. ¿Qué hacía yo para no merecer ser su orgullo también?
Me acerqué a las vías y me senté en medio de ellas. El tren no pasaba a esa hora, por lo que estaba tranquila. Me acosté, mirando el cielo y los cerezos cubriendo la vista, parcialmente. Cerré mis ojos y escuché un silbido, a lo lejos, que iba aumentando el volumen, como si se estuviese acercando. Di la ultima aspirada al cigarrillo, y dejé fluir todo el humo de mi boca. Necesitaba salir a caminar y escucharme a mí misma.
Seguramente mi amigo se estará preguntando donde demonios estoy que no contesto sus pedidos vía mensajes. Mi hermana debe estar tan ocupada por sus estudios que no se habrá percatado de mi ausencia. Mi madre seguro que está buscándome para poder hacer lo que le corresponde a su hija mayor, pero como está estudiando, no lo puede hacer. Y mi padre, no habrá prestado atención a que no estoy por estar discutiendo de política con sus compañeros de trabajo. Desaparecí sin avisar. No quiero que me busquen. Y no lo van a hacer hasta que necesiten de mí.
Tomé las flores de cerezo que había en el suelo y las tiré al aire, por lo que algunas cayeron en mi rostro. Debía volver a estar parada para seguir caminando hasta encontrarlo. Me levanté y seguí caminando, ahora, al costado de las vías, y noté algo que persistió.
El silbido.
Me paré en seco y sentí que tomó mi mano. Levanté la mirada para encontrarme con NamJoon, quien solo sonrió y me llevó a recorrer las calles de Tokio llenas de cerezos. Esa noche, él supo sostener mi mano y darme fuerzas mientras me abrazaba. Lloré frente a él y también sonreí cuando me susurró que él siempre será mi sostén. Él siempre estará para mí.