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Antes de que el hombre formara sus ciudades, cuando le tenían miedo hasta su propia sombra, los dragones surcaban libres los cielos, sin nada que los pudiera detener.

Pero cuando las personas dejaron de temer y salieron de sus cuevas todo se fue a pique.

Uno tras otro fueron muriendo, uno tras otro si se acercaba mucho a un humano perecían en una agonía insoportable. De nada servían sus alas, de nada servía su fuerza, de nada les servía ser los seres más poderosos del mundo si ni siquiera podían sobrevivir al contacto con una especie tan débil como esa. No sabían porque morían, pero no tardaron mucho en deducirlo, eran inteligentes y sabios pues un dragón vive miles de años. Humanos… eran una plaga para ellos, una que los aniquilaba si se aproximaban demasiado.

Asustados, emprendieron el vuelo hacia las montañas más altas o las islas más inhóspitas intentando encontrar un lugar donde estar seguros, un lugar en el que pudieran vivir.

Uno de ellos, un dragón blanco, extremadamente raro aún entre los dragones, con su fiel pareja a su lado, formó su nido en una gran montaña nevada. Un lugar alto, complicado de subir, donde creía, ningún humano podría llegar. Así pasaron los años, los siglos, los milenos y ambos se estaban volviendo viejos y eso era lo mejor que les pudo pasar en su larga vida, pues un dragón sólo puede tener crías cuando su tiempo llegaba casi a su fin. Cuan felices estaban cuando nacieron sus tres hijos. Cuan felices estaban cuando los vieron crecer… Cuan agónico fue el dolor que embargó el alma del dragón blanco cuando los vio a todos morir.

Sus hijos murieron más rápido que su fiel pareja, y él permaneció en su cueva, en lo alto de la montaña, sin poderse mover porque sus envejecidos huesos impedían que levantara su propio peso. Los cadáveres de su familia yacían a su lado y mirarlos le partía el corazón. Sus crías… sus hijos, estaban uno sobre otro justo al lado de su pecho, pues mientras dormían acurrucados por su calor habían muerto. Había pensado que estarían a salvo en ese lugar, donde los humanos no podían llegar, donde la peste que llevaban consigo no pudiera herirlos. Cuanto deseaba estar muerto junto a los suyos y no tener que soportar verlos descomponerse lentamente, hasta que después de mucho tiempo sólo quedaron sus huesos, únicos vestigios de su existencia. Su corazón se llenó de odio y de pena, pues los humanos habían causado la muerte de lo único que apreciaba.

Su dolor era incomparable y nada podía llenar la honda tristeza que tenía. No importó que pasaran décadas, el dolor no menguaba, pero su vida se desvanecía con el paso de los días.

Cansado, un atardecer de otoño, sucedió algo inesperado. El dragón, que por muy viejo que estuviera seguía escuchado muy bien, percibió el sonido más dulce que había oído en su vida, y se maravilló. Se asemejaba al cantar de los pájaros y al rugido del viento, pero no era ninguno de esos. Que dulce sonido, tanto como para que el vacío de su alma lograra sobrellevar el luto interminable al que se había sometido.

Tenía que escucharlo, lo necesitaba, por segunda vez en su vida se había enamorado.

Tembloroso miró la salida de la cueva, y con su vista, que podía recorrer kilómetros y kilómetros, observó a una humana. Un caballo la llevaba, y ella, con un raro instrumento en sus brazos, movía sus dedos produciendo la melodía que había logrado volver a reanimar su corazón lleno de pena y odio.

No supo si fue por la música, pero se dio cuenta de que los humanos no tuvieron la culpa de la muerte de su familia, pues no eran conscientes del daño que les hacían con su mera presencia.

El dragón blanco, sumido en un impulso irrefrenable, habló como no lo hacía desde hace mucho tiempo.

—“Hija del hombre, ¿De dónde proviene esa melodía?” —le dijo con su inaudible voz directo a su mente.

Ella, a cientos de metros de donde se encontraba, se asustó en sobremanera al escuchar unas palabras en su cabeza. Incrédula miró a su alrededor y preguntó a gritos si había alguien... El dragón igual la escuchó.

—“Ven hija del hombre, no estas lejos, ve al norte.”

Estaba aterrada, pero era curiosa. Provenía de un linaje de intrépidos aventureros, y aunque se había dedicado a sólo vagar por el mundo con su guitarra en mano, tocando en cada pueblo o ciudad en su camino, nadie de los suyos se había reusado jamás a aceptar una aventura. Con paso firme siguió las indicaciones, y tomó rumbo al norte, cruzó los bosques, y cuando vio la entrada a la caverna, decidido internarse en ella.

Rezó a todos los dioses que conocía cuando vio al imponente dragón en la parte más alejada de la cueva. La bestia la miraba con sus profundos ojos azules... Esa mirada, esa mirada llena de pena, hizo que todo su temor se desvaneciera y sólo quedara compasión ante su tristeza.

Pasó un momento para que ella hablara y le preguntara qué era, qué hacía allí, y después, la razón por la que sus ojos expresaban ese sentimiento, al igual del por qué la había llamado.

Su corazón casi se parte en dos cuando escuchó su historia, y se dio cuenta de que el peor crimen se había cometido durante mucho tiempo sin saberlo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó por última vez con lágrimas en los ojos.

—“Me llamo… No, eso no importa. Sólo toca para mí esta noche por favor, tal y como te lo había pedido” —fueron sus palabras, y ella obedeció al instante.

Toda la noche tocó, todo el tempo, sin descansar ni un sólo momento. Entonó canciones de toda era y de todo lugar con la intención de que su música ayudara a curar el vacío de su alma.

A la mañana siguiente, cuando el sol apareció por la entrada de la cueva, ella se disponía a despedirse, pero no pudo hacerlo, comprobó con mucho dolor que él ya había muerto.

Se marchó con el alma hecha trizas, un hueco en su noble corazón, y la fuerte determinación de hacer algo al respecto.

Compuso una canción en los días siguientes, una que cantó por el resto de su vida en cada lugar que visitaba. Sabía que los mensajes se transmitían mejor por la música, y no desaprovechó la oportunidad.

Los dragones blancos ya habían muerto, y de sus cadáveres nació el mal más grande que haya existido en la tierra. Cualquiera que se acercara a las montañas moriría al instante, pues el mal estaba presente en las cumbres altas, eso decía su canción, y por supuesto que la gente con el tiempo le creyó.

Nadie se atrevió a subir de nuevo a las montañas, pues nadie quería morir. Y aunque a ella, después de unos años la condenaron a morir en la hoguera por sembrar el miedo entre la gente, ya era muy tarde.

Las personas no volvieron a subir a las montañas, los dragones pudieron vivir, y una nueva leyenda había nacido.

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La muerte de un dragon, el nacer de una canción. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora