corriente, te apresuras a examinarlo. Aparté el correo basura y abrí el sobre, lleno de curiosidad. Lo primero que observé fue que habían escrito bien mi nombre. Estimado señor Francis X. Petrel: Empezaba bastante bien. El problema de tener un nombre de pila que se comparte con el sexo opuesto es que genera confusión. Más de una vez he recibido cartas del seguro médico porque no dispone de los resultados de mi último frotis cervical o preguntando si me he hecho alguna mamografía. He dejado de intentar corregir estos errores informáticos. El Comité de Conservación del Hospital Estatal Western le ha identificado como uno de los últimos pacientes que fueron dados de alta de esta institución antes de que cerrara sus puertas permanentemente hace unos veinte años. Como tal vez sepa, existe un proyecto para convertir parte de los terrenos del hospital en un museo y el resto cederlo para urbanizar. Como parte de ese esfuerzo, el Comité patrocina un «examen» de un día de duración del hospital, su historia, el importante papel que desempeñó en este Estado y el enfoque actual sobre el tratamiento de los enfermos mentales. Le invitamos a acudir el próximo día. Hay previstos seminarios, discursos y diversiones. Le adjuntamos un programa de actos provisional. Si puede asistir, le rogamos que se ponga en contacto lo antes posible con la persona indicada a continuación. Eché un vistazo al teléfono y al nombre, cuyo cargo era copresidenta del Consejo de Conservación. Ojeé la información adjunta, que consistía en la lista de actividades previstas para ese día. Incluían, como decía la carta, discursos de políticos cuyos nombres reconocí, incluso el lugarteniente del gobernador y el líder de la oposición en el Senado. Habría grupos de debate, moderados por médicos e historiadores sociales de varias universidades cercanas. Me llamó la atención una sesión titulada «La realidad de la experiencia del hospital — Una presentación», seguida del nombre de alguien a quien pensé que podría recordar de mi época en el hospital. La celebración terminaría con un interludio musical a cargo de una orquesta de cámara. Dejé la invitación en la mesa y la contemplé un momento. Mi primer impulso fue echarla al cubo de la basura, pero no lo hice. Volví a cogerla, la leí por segunda vez y fui a sentarme en mi mecedora, en un rincón de la habitación, para valorar la cuestión. Sabía que la gente celebra reencuentros sin cesar. Los veteranos de Pearl Harbor o del día D se reúnen. Los compañeros de curso de secundaria se ven tras una o dos décadas para observar las cinturas ensanchadas, las calvas o los pechos caídos. Las universidades utilizan los reencuentros como medio para arrancar fondos a licenciados que recorren con ojos llorosos los viejos colegios mayores adornados de hiedra recordando los buenos momentos y olvidando los malos. Los reencuentros son algo constante en el mundo normal. La gente intenta siempre revivir momentos que en su memoria son mejores de lo que fueron en realidad, evocar emociones que, en realidad, es mejor que permanezcan en el pasado. Yo no. Una de las consecuencias de mi situación es sentir devoción por el futuro. El pasado es una confusión fugitiva de recuerdos peligrosos y dolorosos. ¿Por qué iba a querer regresar? Y, aun así, dudaba. Contemplaba la invitación con una fascinación creciente. Aunque el Hospital Estatal Western estaba sólo a una hora de distancia, no había vuelto allí desde que me habían dado de alta. Dudaba que nadie que hubiera pasado un solo minuto tras sus puertas lo hubiera hecho. Advertí que las manos me temblaban un poco. Quizá los efectos de la medicación empezaban a diluirse. De nuevo, me dije que debía echar la carta a la basura y salir a la calle. Aquello era peligroso. Inquietante. Amenazaba la muy cuidadosa existencia que me había construido. Pensé que debía caminar deprisa. Avanzar rápido. Cumplir mi rutina normal porque era mi salvación. Olvidarme de la carta. Y empecé a hacerlo, pero me detuve. Cogí el teléfono y marqué el número de la presidenta. Oí dos tonos y luego una voz: —¿Diga? —Con la señora Robinson-Smythe, por favor —pedí con excesivo brío. —Yo soy su secretaria. ¿De parte de quién? —Me llamo Francis Xavier Petrel... —Oh, señor Petrel, llama por lo del día del Western, ¿verdad? —Exacto. Voy a asistir. —Fantástico. Espere un momento que le paso la llamada. Pero colgué, casi asustado de mi propia impulsividad. Salí a la calle y caminé lo más rápido que pude antes de tener la oportunidad de cambiar de opinión. Mientras recorría metros y metros de acera y dejaba atrás las fachadas de las tiendas y las casas de mi ciudad sin fijarme en ellas, me preguntaba si mis voces me habrían aconsejado que fuera. O que no. Era un día demasiado caluroso para finales de mayo. Tuve que tomar tres autobuses distintos para llegar a la ciudad, y cada vez parecía que la mezcla de aire caliente y gases de motor era peor. El hedor