Capítulo 7

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Mi rutina constaba de ir a clases, salir e ir a la biblioteca y volver y desmoronarme en mi cama. Día tras día, noche tras noche.

A la mañana siguiente, cuando iba de camino al trabajo, decidí sentarme en una plaza cercana a contemplar el paisaje y respirar un poco de realidad y aire puro.

De pronto lo vi y mi mundo se vino abajo, sonreí por puro instinto, de manera inconsciente y baje la vista hacia mis pies, intentando parecer casual. Vino directo hacía mí, como si hubiese estado todo previamente acordado. Se paró en frente de mí a una distancia que se considera prudente y por fin me regaló una de sus sonrisas.

‒ ¿Ana, verdad? No sé si me recuerdas, pero nos conocimos ayer.

En el interior me reía, porque había pasado las últimas veinticuatro horas pensando y contemplando en mi mente esa preciosa sonrisa.

‒ Sí, me acuerdo. ‒ dije con sutileza tratando de sonar casual.

‒ Y ¿Qué estás haciendo por aquí?

‒ Sólo descansaba de camino al trabajo, y ¿Tú?

‒ Bueno es que el instituto al que asisto está cruzando la calle.

Miré en la dirección que me había indicado y recién entonces me percaté de lo que él decía. Todos los días pasaba por allí a la misma hora y jamás me di cuenta de que había un colegio cruzando la calle y mucho menos que él asistiera allí.

‒ Es la primera vez que lo veo, siempre paso apurada por aquí, salvo hoy.

‒ Yo también siempre vengo para acá, a las salidas o siempre por lo general. ¿No es extraño que nunca nos hayamos visto antes? Al menos no recuerdo haberte viso por aquí, te recordaría.

Mi corazón se detuvo a medida que me decía todo eso, casi podía sentirlo como un cumplido y sonreí de forma involuntaria.

‒ Yo también te habría reconocido, pero no nunca nos cruzamos. Hoy es la excepción.

‒ Cosa del destino quizás. ‒ dijo y sonrió, de forma tal que su rostro pareció iluminarse con una sonrisa que era visible hasta en su mirada.

‒ Seguro.

‒ Estoy un poco apurado, pero si alguna vez vienes para acá búscame, si tienes tiempo claro.

‒ Sería un placer, Tomás.

No entendía cómo es que el mundo se detenía cada vez que me miraba, o cómo todos mis sentidos parecían dejar de funcionar para comenzar a flotar en una nube de algodones, era imposible que una persona me haga sentir de esa forma, me parecía demasiado surreal como para poder creérmelo siquiera.

‒ Me gustaría quedarme, de verdad, pero tengo que ir a una clase de inglés.

‒ Lo siento, me quedé colgada por un instante, pero ya estoy de vuelta. También tengo que irme, el trabajo me espera.

‒ Te ves tan linda pensando, me gustaría saber qué es lo que te trae así de distraída.

Oh, esperen. ¿Dijo lo que creo que dijo? No me gustaría que supiera a dónde viajo cuando me pierdo en divagaciones y pensamientos sin sentido, de verdad que no.

‒ Cosas, supongo, no tiene importancia.

Y reí para llenar el silencio y no sentirme más incómoda de lo que ya me sentía.

‒ Bueno, ya sabes dónde encontrarme. Debo irme... Nos vemos, Ana.

‒ Hasta pronto, Tomás. ‒ Mi nombre sonaba tan bien en sus labios, me provocaba una felicidad enorme con el sólo hecho de decirlo, tanto que me producía una sensación tan inexplicable y eufórica a la vez.

Cuando se fue, me quede unos minutos más para recordar los últimos instantes de ese tan casual encuentro, así como así. Me inundó de alegría, hasta que el sentido común hizo que sonara una alarma. ¿Qué se supone que estaba haciendo? Era un chico de instituto, debería tener por lógica diecisiete años o algo así ¿Qué me pasaba por la cabeza? ¿Acaso estaba enloqueciendo? Sólo quería ir a trabajar y centrarme en la realidad. Supongo que tanto leer libros me estaba causando algo raro para siquiera pensar en una historia de amor entre un adolescente y yo. Sí, tal vez era que estaba enloqueciendo, quién sabe.

Pero aún más allá de todos mis locos pensamientos, continuaba preguntándome qué podía sentir él hacía mí. Es decir, era alguien unos años mayor que él, claramente. Peor a él parecía no importarle, es decir si le importara claro. Ni siquiera sabía a dónde me conducían esos pensamientos hasta que la bocina de un auto me hizo reaccionar y darme cuenta que estaba a punto de ser atropellada por miles de vehículos, todo por querer cruzar con un semáforo en verde. Genial. Me quedé parada en la esquina esperando a que se ponga en rojo y me di cuenta de que era momento de hacer algo por mi vida. Es decir, quería darle un cambio, un giro de noventa grados al menos y hacer que algo mejore, o que las cosas no sigan como estaban.

Crucé y cuando por fin llegué a la biblioteca, note que mi celular estaba sonando. Casi nadie me llamaba, por lo que no fue sorpresa cuando vi el nombre de mi madre en la pantalla.

‒ Hola, mamá.

‒ ¿Cómo estás? Hace tiempo que no escucho tu voz, tenía ganas de saber cómo va la vida de mi hija. ‒ de la hija número dos, supongo.

‒ Bien, mamá, a punto de entrar a trabajar.

‒ Cierto que tienes ese trabajo mediocre, aún.

‒ Si, por lo menos con lo que gano me alcanza para no pedirle nada a nadie.

‒ Queremos que vengas a casa el fin de semana próximo, es cumpleaños de Clara y haremos una fiesta para tal ocasión. ‒ Es verdad, casi lo olvidaba, ojalá lo hubiera olvidado, ojalá.

‒ No lo sé mamá, estoy un poco apretada con los exámenes en las semanas siguientes, debo estudiar como nunca. ‒ El sarcasmo era audible en mi voz. Pero con los años era normal en nuestras conversaciones, aun así ella hacía de cuenta que no lo notaba, y yo hacía de cuenta que me apenaba mucho no poder ir.

‒ Vendrás. Y fin del asunto. Cómprate algo decente. Si quieres dinero sólo pídemelo.

Jamás. Repito, jamás de los jamases debía aceptar el dinero que mi madre me ofrecía, eso lo sabía por experiencia. Una vez, a comienzos de mi independencia lo hice y aun hoy me arrepiento, eso porque no dejaba de recordármelo, por lo que como es de adivinar no había forma de olvidarlo.

‒ No, estoy bien. Luego te llamo si decido ir. Adiós, mamá. ‒ Y colgué sin esperar respuesta alguna. No es que era alguien sentimental que me diría que me cuidara o algo por el estilo. Ella no era así. Guardé mi teléfono y alcé mis brazos al cielo y luego me agarré la cabeza. Digamos que el drama era exagerado, pero debía decir que tan sólo así como así mi día estaba oficialmente arruinado. Si alguien me estaba observando era un espectáculo digno de apreciar, cuando lo noté miré hacia ambos lados, me alisé la ropa que ni siquiera recordaba que llevaba puesta y entré.

Soy de esas personas que por lo general tiene ganas de tener una camiseta de la suerte o algo por el estilo, nunca pasa de igual forma. Quiero decir, cuando me pasa algo bueno le digo a mi chaqueta o a mis medias que van a ser mi objeto de la suerte, así con miles de prendas, sin embargo cuando vuelvo a usarlos dejan de tener la suerte que yo quiero adjudicarles. En fin, debería dejar de tratar de recurrir al azar y dejar a mis prendas en paz. Ellas no tienen la culpa de que mi vida sea una constante oleada de mala suerte, y eso que no rompo espejos ni me cruzo con gatos negros. Tal vez vuelco sal cada tanto, pero es más torpeza que cualquier otro factor al cual culpar.

Como sea, el día apenas comenzaba.

No hay edad para el amor. (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora