Al fin la encontré

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¡Ay los adolescentes!, unos individuos con la mente poblada de ideales femeninos, unos cazadores que vagan por las fiestas y tertulias de su clase social buscando a su próxima víctima, a veces para devorarla toda de un bocado y otras para regalarles todo su afecto. Cada uno de aquellos la encuentra. Cada chico conoce alguna vez a su mujer perfecta, su ideal de belleza, su presa preciosa.

Como todos, también fui un adolescente, también recorrí las calles de Larco con mis amigos, también regrese a mi hogar después de una buena bomba para oír los sermones de mi madre. Sin embargo, entre todos los amigos, yo era distinto, todavía no sé si para mejor, o todo lo contrario.

Todos se casaron, todos tuvieron hijos. ¿Y yo? Yo estoy orgulloso de decir que a mis 54 años, aún no la había encontrado. Mi mujer perfecta aun no llegaba, tal vez fue porque no considere jamás que las chicas que conocía satisfarían mis necesidades o derrepente me creí por mucho tiempo que era demasiado bueno para ellas y que no me entregaría a una "cualquiera". Nunca imaginé que unas cuantas semanas después de haber pensado eso por última vez, ella llegaría a mi vida.

Una fría y nublada mañana de invierno, mi decrépita madre me levantó con la escoba como era de costumbre. "¡Arriba holgazán!" le gustaba gritarme. "¡Ve y consigue un trabajo, la casa se cae a pedazos y con la pensión ni siquiera puedo pagar una buena comida!" era lo que escuchaba todos los días de su boca desdentada mientras me levantaba con mis raquíticas extremidades del colchón grasoso que había en la sala y sacaba de encima mío algunas prendas mugrientas que me habría puesto hacia algunas semanas.

Por extraño que suene, nada de esto me torturó aquel día, yo era feliz, al fin estaba enamorado. Recuerdo mis largos diálogos hacia mi, por fin llegada , "mujer perfecta", la noche anterior. A veces me sentaba a pensar qué sería lo próximo que le diría. Yo reflexionaba  y lo acomodaba entre mis palabras como si fuera un ladrillo que construye poco a poco el hermoso edificio del amor.

Más bella que afrodita, mi mujer perfecta tenía la piel dorada, sus largos cabellos parecían los rayos del sol y sus exóticos ojos, amarillos como los de un león, gritaban desesperadamente "¡Míranos!". Su delicado cuello conectaba su cabeza con su escultural cuerpo, sus delgados brazos ataban a su tronco unas manos que parecían de porcelana y sus piernas largas y esbeltas terminaban en los hermosos pies de una diosa, que todos los hombres deberían arrodillarse a besar. Era una completa belleza. Aquella me sedujo sin haber dicho ni una sola palabra. Su silencio me excitaba, la volvía misteriosa, la volvía diferente, la volvía perfecta. Sentía cómo sus ojos me miraban entre líneas con un flamante destello que iluminaba mi corazón marchito.
Sus labios hacían una pequeña mueca curvada al sonreír que me hacia desear besarla apasionadamente a cada momento.

Fueron pocas las veces en las que yo salía de la casa, nunca quería alejarme de ella, pero de vez en cuando yo tenía que ir a comprar la comida. Me desesperaba pensar que mi madre podría enfadarse y botarla de la casa o que incluso podría matarla.

Una vez, regresando a la casa después de la recolección de alimentos en el supermercado local, medité acerca de su peligrosa situación. También recordé lo mucho que la necesitaba, lo mucho que la amaba y lo mucho que la extrañaba a mi lado. Había especial molestia por parte de mi vieja ese día. Esa mujer que al fin estaba conmigo me aguardaba en el hogar y yo no estaba ahí para ella. Algo despertó dentro de mi, era su recuerdo, el recuerdo de sus palabras, sentí que me llamaba, tenía que ir.

Sin pensarlo dos veces, solté la bolsa con la comida y corrí lo más rápido que pude a su encuentro. Mi propia velocidad me sorprendió, recuerdo que derribe unos cuantos botes de basura y casi resbalo con la suciedad de la vereda, mezclada con la helada lluvia que caía.

Finalmente, me encontraba frente a la casa, mis manos temblorosas sujetaban a penas la oxidada llave que abriría esa maldita puerta que se interponía entre mí y la felicidad. Logré abrirla, mi corazón ya no podía más, entré en el cuarto desesperado y la abracé fuerte.

Poco tiempo después oí el llanto de mi famélica madre: ¡Loco! ¡Has perdido la comida! ¿Qué mierda te sucede hijito? ¡Deja ya de abrazar a esa computadora, la mujer de tu cuento no existe!.

Al fin la encontréDonde viven las historias. Descúbrelo ahora