Capítulo 9: Para destruir hay que hacer.

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La suave manta que lo cubría le daba un calor insoportable, de la que él menor a su lado, en el suelo acostado en su colchón, tenía que ver. No lo quiso mirar directamente, disimuló acomodarse de posición y lo observó con sigilo.
Sus rulos estaban tapados por la oscuridad prominente, pero aún así se distinguía el brillo del cual Ramón no podía apartarse. Se alteró con inmediatez cuando descubrió a los ojos ajenos puestos en los suyos. Vaciló algo inaudible que no recibió efecto en el rostro sereno de Carlitos.

—¿No podes dormir?—le preguntó. Ramón asintió—¿En qué pensas? ¿En el miércoles?—

Ante la primera pregunta Ramón quedó estático, pero al oír la segunda aprovechó la oportunidad para disimular y así asintió.
El de rizos pareció removerse con una leve sonrisa, que causó intriga en el morocho.

—Yo también quiero que ya sea miércoles.Va a ser nuestro primer robo juntos.—Dijo. La inocencia que atribuía a sus palabras las volvía mágicas. Eran endulzantes de la manera en que las pronunciaba.

Ramón no pudo evitar sonreír también.

En el mismo instantes, sintió la complicidad con Carlitos, un nuevo amigo, un nuevo colega, un nuevo todo.
Hubo un silencio que no fue incómodo, sino espectacular, porque en el aire se podían sentir las ligeras brumas de la ansiedad y la impaciencia, otorgadas a la ilusión de la misión.
Quiso volver a mirarlo, dudó. Pero eligió relajarse y entregarse a esa confianza que parecía brindarle Carlitos, entonces se animó.
Lo encontró con la mirada sobre el techo, con los ojos abiertos y claros, las pestañas sobresalientes que le daban un toque más delicado, y sus labios gruesos y prominentes cerrados.

Flaqueó ante sus sensaciones, las que surgían sobre su panza, las que parecían revolotear dentro de él. No las comprendió, renegó de ellas y se sintió vulnerable. Que le gustara Carlitos como amigo, era una cosa casi extrema y contraria a que le gustara como otra cosa. No podía darse el lujo de aquello. Lo hacía extraño. Sabía que no era algo aceptado.
No había que ser muy inteligente para saberlo. Y había que ser idiota para concretarlo a pesar de ello.
Ramón no era idiota.

Hubo una composición en la ocasión, que detonó en el rubio la urgencia de mirarlo.
Para cuando sus miradas estaban pegadas, las mantuvieron durante minutos, y luego, sin ninguna pena soltaron una risa larga, que compartieron sólo ellos. El sonido que salía de sus labios retumbaba en las paredes profundizándose más sobre la silenciosa noche.

—Sshh, que viene mi viejo a cachetearnos Carlitos—lo detuvo, con risas de por medio, no logrando su cometido.

Carlitos se río nuevamente hasta parar, sin dejar de mostrar sus dientes blancos que relucían sobre la poca luz que los alumbraba de la luna.

—Me gusta tu risa.—se permitió decirle. Y al oírlo Ramón sintió como se ruborizaba.

Recordó cuando el había alagado la belleza de Carlitos, y como se había ruborizado, ahora el se rendía ante la misma situación y no dejó pasar por alto analizarse las cosas más de lleno.
Igualmente lo miró sonriéndole con los ojos, explayando en ellos el momento que le entregaba. Sintió la ternura del menor, sus gestos, su divinidad y su aparente inocencia.

Luego recordó algo que no venía al tema ni al momento. Sus facciones se contornearon en una mueca seria, y el rubio imitó su expresión tan pronto como la vio.

—¿Qué?—

—Carlitos, no dejes que te moleste así Santino—le dijo directamente, con la brusquedad que conocía y solo podía transmitir.

Carlitos pareció meditarlo, mordió su labio inferior, desencajando el rostro serio de Ramón, a uno suplicante, luego se encogió de hombros.

—No va a dejarme en paz hasta que tenga lo que ya sabes, lo que quiere.—

Los dioses resplandecen |El Ángel| Donde viven las historias. Descúbrelo ahora