El mercenario

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El mercenario

Kevin Vidal, joven soldado de apenas veinticinco años. Se había enrolado en las fuerzas armadas privadas de Focus Lumen en cuanto hubo alcanzado la mayoría de edad; siempre había sido su sueño. Ahora, encerrado en un pequeño cuarto con paredes de metal, una cama individual, una letrina y los trastes en los que le habían servido su precaria cena, arrumbados en una esquina, se preguntaba si todo había sido un error desde el principio.

Los rostros de sus compañeros muertos recientemente aun le acosaban en sus pesadillas. Había visto morir a decenas de hombres, pero aquello era diferente. Sus amigos de tantos años habían perecido tan al mismo tiempo, que incluso alguien como él, tan curtido en la experiencia luctuosa, se encontraba afectado y atormentado.

Los recuerdos de su vida pasada, antes de la milicia, constantemente trataban de salir y sumarse a los dolores que ahora vivía, pero la práctica represiva que había perfeccionado a través de los años lo evitaban. Simplemente se dejó caer en el incómodo colchón de su precaria cama y condujo su mente hacia otros lados.

¿Cuánto tiempo llevaba ya viviendo en ese agujero? De vez en cuando le dejaban salir a las regaderas de la prisión e incluso estirar las piernas por el estrecho pasillo que se encontraba cruzando la fortificada puerta a unos pasos de él. Pero era todo.

Los días pasaban ahí sin divisoria aparente, así que lo mismo podría haber transcurrido una semana como dos. Se estaba volviendo loco, y algo le hacía pensar que su reclusión tenía, en cierta medida, tal final como objetivo. Además, en los breves paseos que dos guardias bien armados le permitían en el pasillo, había descubierto que el resto de las celdas se encontraban vacías y a oscuras. Él parecía ser el único huésped de la monocromática prisión.

Tomó el plato vacío de metal ligeramente reflejante –todo parecía ser de ese material ahí- y examinó la imagen borrosa de su rostro. Lograba distinguir una barba de varios días y ojeras que enmarcaban sus ojos marrones. La piel usualmente morena de su cara lucía ahora enfermizamente clara y su cabello lacio caía hacia los lados con total anarquía.

Tomó un momento para observar también su cuerpo y comprendió que había bajado varios kilos ya (sin contar los que había perdido en la selva, deambulando) y que a pesar de su curtida anatomía, no soportaría mucho tiempo una reclusión así de severa.

La rendija superior de la puerta se deslizó y uno de los dos únicos rostros que había visto en días, se asomó con impasible expresión. Kevin le sonrió al guardia.

-Sí, aquí sigo ¿A dónde más podría ir? –le manifestó con cansancio.

El guardia no respondió y se limitó a azotar la pequeña portezuela.

Nadie le había querido explicar el porqué de su reclusión. Él había relatado todo lo que sabía en el reporte, paso por paso sobre la excursión en Tulum, pero ni eso le había valido para recobrar su libertad. Había comenzado a creer que algo más tenía atrapada la atención de sus superiores y que ese algo estaba centrado en su supervivencia al evento. Parecía lo único sensato.

Una vez más, se rindió sobre la superficie del camastro y comenzó a dejarse llevar por el sueño. No dormía ya por cansancio; era el hastío y el aburrimiento lo que le obligaba a cerrar los ojos, con la única esperanza de consumir el tiempo lo más posible.

Escuchó un extraño sonido proveniente del pasillo, pero como nada le siguió, perdió el interés con prontitud. Se reclinó sobre su costado derecho, dando la espalda a la puerta y suspirando profundamente, por lo que no notó cuando ésta se abrió lentamente.

Una mano atajó su hombro, y reaccionando como su entrenamiento de años le había programado, sujetó la desconocida extremidad y jaló a su propietario hacia la cama, mientras él se incorporaba y aprisionaba a su atacante con la rodilla. Era un muchacho rubio, no mucho más joven que él. Vestía un ridículo mameluco y un paliacate sobre el rostro.

-¡Ay! ¡Suéltame! ¡Estoy de tu lado! –se quejó el chico.

Kevin sintió entonces el frío acero de un arma apuntarle a la sien.

-Déjalo ir –le ordenó una voz femenina pero repleta de autoridad.

El mercenario obedeció y dio un par de pasos atrás. Descubrió a una mujer de aproximadamente treinta años, ataviada en ropas militares, guantes de carnaza, cabello corto y rojizo y piel blanca pero curtida, apuntándole con firmeza el arma de Lumen que hasta hace poco tenía sobre la cabeza.

-¿Quiénes son? ¿Qué quieren? –demandó saber Kevin.

-Mi nombre es Lilian Wolf, es todo lo que necesitas saber de mí por ahora. Estamos aquí para ayudarte. Ven con nosotros, tu vida peligra.

-Puedo verlo –concedió Kevin mientras señalaba el arma.

-Esto es sólo una precaución, pero hazme pasar problemas y descubrirás el límite de mi paciencia.

-¿Y si me rehúso? –preguntó Kevin. Lilian levantó ligeramente su arma hasta alcanzar la frente del mercenario-. Buen argumento –se sonrió él.

El joven rubio tomó el rifle que llevaba sujeto con una correa al hombro, y salió de la habitación guiando el camino, cuando Kevin le siguió, escoltado por Lilian, encontró un par de hombres más esperándoles en el pasillo. Los guardias de la prisión yacían inconscientes en el suelo.

No preguntó nada y se limitó a atravesar el corredor rodeado de este desconocido grupo. Llegaron a unas escaleras que parecían infinitas y subieron a paso raudo. Se encontraron de frente con un salón amplio que no incluía ningún tipo de muebles o adornos. Las paredes eran, como todo ahí, de metal cromado.

Dejaron atrás a una tercia más de guardias (que a gusto de Kevin podrían estar tanto inconscientes como muertos) y se dirigieron a la salida: un par de puertas con barrotes al frente.

La luz del sol cegó los ojos del mercenario, pues ya se habían habituado al tenue brillo de las barras lumínicas de la prisión, y tardó en comprender que se encontraban en medio de un árido y arenoso desierto. Una camioneta tipo Van, les esperaba a pocos metros de distancia. Uno de los silentes sujetos armados, deslizó la portezuela del vehículo, y todos abordaron sin chistar. La camioneta se elevó al instante y se alejó flotando sobre la arena.

-¿A dónde ahora, jefa? –preguntó el conductor. Un hombre fornido, de poco cabello y con mirada penetrante. El mismo que había ayudado a Razi y David semanas atrás.

-A casa, César, a casa –le anunció la mujer al mando.

-¡Ya era tiempo! –festejó el sujeto, después, le dirigió una mirada rápida al recién liberado-. ¿Es este? No lo sé, no luce como la gran cosa.

-Limítate a conducir –le ordenó Lilian.

-No quiero enfadarlos con esto –dijo Kevin sonriendo- pero ¿quién carajos son?

-Somos un grupo dispuesto a cambiar el mundo –anunció Lilian con la seguridad de alguien que sabe lo que quiere- y tú nos vas a ayudar.

-Así las cosas… -exclamó el mercenario con sarcasmo.

El auto aceleró al máximo, perdiéndose entre las nubes de arena que él mismo levantaba.

Focus Lumen 2: Los herederos de Escanón.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora