Santa pierde la cordura

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Los días pasaban y la hora se acercaba. En el almacén de juguetes de Santa Claus, constituido por tres grandes plantas, no había duende que no trabajara. Las canciones navideñas resonaban por todo el almacén, los juguetes no paraban de salir y ser transportados en cintas mecánicas para ser revisados y envueltos por los duendecillos, quienes apenas median metro y medio, vestían con un gorro rojo, traje verde, medias rojas y blancas a rayas y zuecos verdes.

En la ultima planta, se hallaba la oficina del conocido ¨Gran hombre rojo¨que estaba ocupado decidiendo si los últimos niños que quedaban, habían sido buenos o malos.

Un fuerte dolor de cabeza le interrumpió, Santa estaba ya muy mayor, y la demencia senil ataca. Busco entre sus bolsillos el bote de las pastillas, pero al sacarlo, este estaba vació. Mediante el megáfono, llamó a su ayudante, quien no tardo en llegar.

-¿Y mis pastillas?-Pregunto.

-Lo siento señor, no quedan más.-Respondió con la característica voz aguda que tenían los duendes, demasiado aguda para Santa.

-¡Aagh!¡Vete de aquí!-Grito frotándose la cabeza con las manos.

El duende salió rápidamente mientras Santa no dejaba de retorcerse de dolor. Quedaban tan solo unas horas para la noche. ¡Tenía que ponerse en marcha! Rebuscaba por los cajones en busca de una pastilla, pero ni rastro. Empezaba a oír una voz aguda en su cabeza, la cual decía cosas que no lograba entender. ¡Malditas alucinaciones! Esto no podía comentárselo a los duendecillos, si lo hiciera, tendría que retirarse, y amaba su trabajo, además ¿Qué pasaría con el almacén?

Se levantó subiéndose los pantalones por encima de la cintura y decidido, salió empujando la puerta con una sonrisa en su rostro. El golpe que produjo la puerta contra la pared, hizo que todos los duendecillos se giraran a mirar, encontrándose con el gran hombre rojo. Santa se dirigió a la habitación contigua a su despacho, donde dormía y tenia todas sus pertenencias. Saco una escopeta, la cual tenia por seguridad y con la barriga tambaleando, bajo canturreando a la segunda planta, los duendes se preguntaban por qué sacaba el arma, pero la plena confianza y el cariño que tenían, hacían que el miedo y cualquier pensamiento de desconfianza, les eludiese. Santa comenzó a disparar mientras se carcajeaba como un loco. Los duendes intentaban huir entre gritos, mientras otros caían al suelo, pero ninguno se libraba de las balas de Santa.

Los duendes del primer piso apenas eran conscientes de que pasaba, pero pronto lo descubrirían. El hombre rojo bajaba las escaleras, esta vez con un hacha. Según iba avanzando, iba dando tajos, cortándoles las cabezas a los duendes, las cuales salían volando derrochando sangre a su paso. De nuevo los que quedaban corrían y gritaban, pero sus piernecitas no superaban la rapidez de las del gran hombre rojo, que no dejaba de dar hachazos, partiendoles en trozos, mientras que a otros los cogía y los lanzaba contra la pared. Los juguetes se acumulaban y las máquinas se atascaban, mientras que la sangre de los duendes llenaba el suelo.

-¡Jo Jo Jo!¡Feliz Navidad!- Carcajeaba.

Llego la hora, el sol salía y los niños de todo el mundo despertaban ansiosos de sus regalos. Pero para su sorpresa, estos no eran todos juguetes, algunos estaban mal envueltos y tenían una mancha roja y húmeda en el papel. Algunos niños tuvieron suerte, pues solo recibieron prendas de ropa sangrienta, otros sin embargo se encontraron con los deditos de los duendes, sus extremidades, sus cabezas e incluso sus vísceras.

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