A mediados de mayo de 2017
Si a Anthony Harper le hubiesen preguntado alguna vez como quería morir, lo más seguro es que su respuesta habría sido salvando la vida de alguien. Y aunque salvar la vida de alguien y salvar la de él no fuese lo mismo en su mente, ahora, analizando el pasado, efectivamente su vida era la clave para que su familia siguiese existiendo.
Roto y maltratado por el destino, existían pocas cosas que no hubiese visto en su vida.
Había experimentado la muerte, la pérdida, el dolor, la ilusión, el amor y la traición en sus formas más crudas. Tal vez esa era una de las razones por las cuales ahora corría por las calles de Chicago, rumbo a su muerte.
Siempre en el lado malo del destino, su vida le había dado hace poco una oportunidad que jamás creyó posible y él, siempre luchador, siempre guerrero, no la perdería a manos del destino; no esta vez.
Porque Anthony era un guerrero. Un guerrero de alma antigua y ojos sabios. Forjado a base de golpes y torturas. Era un niño extraño, diría siempre la gente, tan solitario, tan autoconsciente, tan callado y tan dispuesto a aceptar el dolor.
Eso era lo peor.
En algún momento de su vida, Anthony se acostumbró a sentir dolor. Se acostumbró a vivir con miedo, a normalizar el sufrimiento. A esperar que todo el mundo le hiciese daño. Lamentablemente la vida no hacía más que darle la razón a sus temores.
Anthony, niño de tormentas y cicatrices, corría por las calles de Chicago intentando salvar a todo el mundo excepto a sí mismo. Intentando con sus brazos, demasiado pequeños para su edad, proteger a todos.
Corría con una mochila que no le pertenecía, llena de culpas que no eran de él y atribuciones que jamás debieron pertenecer a un alma tan joven.
Corría con los ojos cegados por los demonios de su pasado, con la mirada perdida entre el doloroso presente y la débil luz del futuro.
Anthony corría porque, por primera vez en su vida, tenía por quien correr y esa era la sensación más hermosa y terrible que pudiese haber experimentado alguna vez.
Corrió hasta detenerse frente a las puertas de su destino. Se detuvo ignorando el miedo en su mente y la pequeña voz que le decía «Regresa, vamos, regresa. Aún puedes salvarte».
Pero él no volvería, porque volver era fracasar. Volver era ser cobarde. Y Anthony era muchas cosas, menos un cobarde.
Frente a él se levantaba la majestuosa entrada del cementerio Graceland de Chicago.
«Por el lado norte, casi a la mitad del recinto hay una pequeña entrada lo suficiente grande para tu cuerpo»
Rodeó el parque con las instrucciones repitiéndose en su cabeza como un mantra. Aún sentía el asco persistente en su garganta tras haber terminado aquella llamada que de una u otra manera definiría el rumbo su vida.
Lo encontró.
El daño de la reja victoriana era apenas perceptible, pero tal y como le habían dicho, existía un pequeño espacio suficiente para su estrecho cuerpo. A esas horas, el cementerio parecía aún más lúgubre que durante el día, cubriéndose lentamente por las sombras.
El frío del invierno era intenso y gran parte de los árboles se encontraban desnudos, aumentando la tétrica vista. Caminó entre las lápidas con facilidad, como si fuera una más de las almas en pena que vagaban por esa necrópolis glorificada. No se le escapó la ironía de que caminaba por los pasadizos de la ciudad de la muerte en busca de la suya propia; o al menos lo sería si no tuviese por quien luchar.
Él volvería, cerraría en este lugar el último capítulo malo de su vida y en adelante sólo escribiría buenos sucesos, junto a su familia.
Anthony Harper no había entrado a ese cementerio a morir, había entrado para tener la oportunidad de vivir.
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Crónicas de una infancia desafortunada
Teen FictionAnthony Harper era un enigma. Un enigma envuelto en una mata de cabello negro y ojos plagados de tormentas. Acompañado de un oso. Ante una sociedad que olvida el valor de una vida e intenta ignorar todo lo que escape del concepto de vida feliz, Anth...