Un día de noviembre fue cuando vio un anuncio en la pescadería. A los pocos días se encontraba trabajando en el puerto de la ciudad. Su jefe se había apiadado de él y había decidido contratarlo como mozo de almacén. Su trabajo le aburría, y no tardó en dejarlo. La ciudad en sí le aburría, sin darse cuenta, comenzó a odiarla. Su rutina, sus gentes incluso sus días de sol le resultaban de lo más molestos. Todavía era noviembre y en aquella ciudad seguía reinando el sol, pareciera como que él frío no llegaría nunca, pero sí llegó. La entrada de diciembre supuso una situación más dura.
Pasado diciembre, enfermó. En un principio la situación no le alarmó, no era la primera vez que sentía así. Tampoco sería la última. Eso no impidió que los meses de diciembre y enero fueron una agonía. Algunos días no era capaz de moverse. Igual que los presos, intentaba mantenerse dormido la mayor parte del tiempo. Solo cuando el estomago desgarraba sus adentros se veía obligado a levantarse. En este estado de abulia se mantuvo incluso pasado febrero. El buen tiempo volvió a la ciudad costera unos días después.
El tiempo mejoró, pero eso no llevó a nada. Volvía a estar en el punto de partida. Condenado por la sociedad, solo con su alma. Incluso su antigua fe le dejó de lado. El tiempo y su cuerpo se consumían, mas su conciencia se mantuvo tranquila. Quizás fuese la sensación de saber que todavía tenía demasiado tiempo lo que aceleró el proceso. El sol se erguía sobre su figura cuando tomó la decisión. Fue en pleno mediodía. Cuando se impuso su noche.