CÉSAR San Román estaba sentado tras su escritorio, con los pies apoyados sobre este y un vaso de su whisky favorito en la mano.
Era tarde y estaba cansado, de manera que tenía los ojos cerrados. Debería haber ido directamente a casa después de asistir a la inauguración del restaurante de un amigo, pero en lugar de ello había decidido acudir a su oficina. Esperaba una llamada de París y le había parecido más razonable acudir allí que a su casa, pues el despacho estaba más cerca.
Además, su hogar ya no tenía el más mínimo atractivo para él.
Alguien había dicho alguna vez que el hogar de una persona estaba donde estaba su corazón, pero César había llegado a la conclusión de que él carecía de corazón, de manera que su hogar era cualquier lugar en el que pudiera descansar. Y, dependiendo de dónde estuviera, eso normalmente significaba alguna de las residencias que poseía en las principales ciudades del mundo. Pero lo cierto era que, al margen de su apartamento en Nueva York, apenas había puesto los pies en las demás durante los pasados meses, aunque sus casas eran perfectamente atendidas durante todo el año por si decidía dejarse caer por alguna.
O por si decidía hacerlo Victoria.
Victoria... Los dedos que rodeaban el vaso de whisky se tensaron y la boca de César adquirió una expresión de tal cinismo, que cualquiera que lo hubiera visto habría salido corriendo.
Porque hacía un año que César San Román no era conocido precisamente por su buen humor.
No era el mismo desde que Victoria había desaparecido de su vida. Solo un estúpido se habría atrevido a pronunciar su nombre en alto delante de él, y ya que los estúpidos no eran tolerados en el imperio San Román, a nadie se le ocurría hacerlo.
Pero César no podía evitar que el nombre de Victoria resonara en su cabeza alguna vez, y cuando sucedía, era difícil frenar la oleada de emociones que lo acompañaba. El dolor era una de ellas, además de una sorda rabia dirigida por completo hacia sí mismo por haber permitido que Victoria se alejara de él.
También tenía que enfrentarse a momentos de angustiosa culpabilidad, y a otros de terrible preocupación por lo que hubiera podido ser de ella. Y la amargura que le producía saber que había sido capaz de dejarlo le hacía desear no haberla conocido nunca.
Pero sobre todo sentía dolor, un dolor de tales proporciones, que a veces tenía que esforzarse por no gemir en alto cuando se apoderaba de él.
¿Por qué? Porque a veces la echaba de menos tanto como si se hubiera quedado sin aire para respirar.
Esa noche había sido una de esas ocasiones. Durante la inauguración del restaurante, había logrado divertirse un poco; incluso había logrado reír... Pero entonces había visto a una mujer con el pelo de tan hermoso que le había recordado a Victoria y su humor había pasado al otro extremo.
Después de eso había decidido escapar y refugiarse en algún lugar en el que nadie pudiera verle rumiando sus penas. Pero la odiaba por hacerle sentirse así.
Vacío. La palabra era «vacío».
Dio un largo trago a su whisky con la esperanza de que este le hiciera olvidarla, pero fue inútil. La imagen de Victoria permaneció en el fondo de sus ojos, sonriéndole provocativamente.
Su estómago se contrajo. Su entrepierna se tensó. Su corazón empezó a latir más rápidamente.
—Bruja —murmuró.
Doce meses. Doce largos, tristes y angustiosos meses sin tener noticias de ella, sin ni siquiera saber si estaba viva. Victoria había desaparecido de la faz de la tierra como si nunca hubiera vivido en ella.
El timbre del teléfono sobresaltó a César. Reacio, dejó el vaso en el escritorio y descolgó el auricular.
—San Román —dijo en tono ronco.
Se sorprendió al oír la voz del director de su empresa en Inglaterra en lugar de la de su hombre en Paris.
— ¿Rufino? —Frunció el ceño—. ¿Qué diablos...?
Fuera lo que fuese lo que le dijo Rufino Sanchez, hizo que César reviviera al instante. Sus ojos destellaron a la vez que se ponía rápidamente en pie.
— ¿Qué...? ¿Dónde...? —exclamó—. ¿Cuándo...?
Desde el otro lado del Atlántico, Ruifino Sanchez comenzó a hablar en frases rápidas y precisas que hicieron que César se pusiera blanco como una sábana.
— ¿Estás seguro de que es ella? —preguntó cuando Rufino terminó.
La respuesta afirmativa hizo que volviera a sentarse lenta y cuidadosamente, como si tuviera que calcular con total precisión cada movimiento que hacía por si de pronto se quedaba sin fuerzas.
—No, estoy seguro de que no podrías —respondió a algo que dijo Rufino. La mano que había alzado para cubrirse los ojos temblaba ligeramente—. ¿Cómo ha sucedido?
La explicación le hizo terminar su whisky de un trago.
— ¿Y lo viste en el periódico? —no podía creerlo.
No podía creerlo en absoluto.
Victoria... Ladeó su oscura cabeza mientras un conocido dolor lo recorría.
— ¡No! —Respondió a una sugerencia de Rufino—. Limítate a observarla, pero no hagas nada más —volvió a ponerse en pie rápidamente—. Salgo para allá ahora mismo. ¡No la pierdas de vista hasta que llegue!
El auricular golpeó su base con un ruido seco. Un instante después, César salía del despacho.
Victoria vio que el hombre había vuelto. Ocupaba la misma mesa que el día anterior y la observaba con un disimulo que indicaba con claridad que no quería que supiera que lo estaba haciendo.
Victoria no sabía por qué.
No lo reconocía. Su rostro perfectamente afeitado no despertaba ningún recuerdo, ningún indicio que indicara que tal vez lo hubiera conocido en otra época, en otro lugar, en otra vida, tal vez.
Otra vida...
Reprimió un suspiro y se volvió para preparar la orden de bebidas que acababa de darle Carla. Sirvió ginebra en dos vasos mientras con la otra mano tomaba dos botellas de tónica.
—Pareces una auténtica profesional —comentó Daniela en tono irónico desde el otro lado de la barra.
«¿Será cierto?», se preguntó Victoria mientras colocaba las bebidas en la bandeja. «Tal vez se trate de una habilidad perteneciente a esa otra vida que no puedo recordar».
— ¿Quieres cervezas de barril o botellas?
—Botellas, claro... ¿Te encuentras bien? —preguntó Daniela con el ceño fruncido, pues Victoria solía ser dada a bromear siempre que surgía la oportunidad.
—Solo estoy un poco cansada —contestó Victoria mientras se alejaba cojeando hacia el refrigerador para sacar dos botellas de cerveza.
Su respuesta estaba justificada, ya que ni ella ni Daniela deberían estar trabajando en el bar del hotel esa noche. Oficialmente, su trabajo consistía en atender la recepción, pero el hotel estaba en las últimas, apenas hacía negocio y sus escasos empleados debían acudir allí donde eran necesitados.
Como aquella semana, por ejemplo, en la que Daniela y ella estaban doblando la jornada para atender la recepción durante el día y el bar por la tarde.
Pero eso no significaba que estuviera tan cansada como para imaginar un par de ojos clavados en ella cada vez que se volvía. Volvió cojeando con las dos botellas de cerveza y miró de reojo al desconocido, que apartó de inmediato la vista.
— ¿Sabes quién es el hombre que está sentado solo? —preguntó a Daniela.
— ¿Te refieres al tipo atractivo y acicalado con el traje de Savile Row? —al ver que Victoria asentía, contestó—: Se llama Rufino Sanchez y ocupa la habitación doscientos doce. Llegó anoche, cuando Bruno estaba en recepción. Parece que está aquí por un asunto de negocios, cosa que no me sorprende, pues no puedo creer que un hombre como él haya elegido por voluntad propia este lugar para pasar las vacaciones.
El tono despectivo de Daniela fue evidente, y Victoria no hizo nada por discutírselo. Aunque el hotel se hallaba situado en un precioso lugar de Devon, estaba tan deteriorado y descuidado, que no le extrañó nada que su compañera hiciera aquel comentario.
—Corre el rumor de que trabaja para una importante empresa hotelera —continuó Daniela—. La clase de empresas que compran hoteles como este y lo convierten en un complejo de vacaciones moderno, como los que se ven a lo largo de la costa.
¿Sería eso lo que estaba haciendo? ¿Comprobar el estado del hotel, no observarla a ella? Victoria sintió un inmediato alivio.
—No hay duda de que a este lugar le vendría de maravilla un buen lavado de cara —comentó.
—Espero que no a costa de nuestros trabajos —dijo Daniela—. El hotel tendría que cerrar para renovarse, ¿y dónde nos dejaría eso a nosotras? —preguntó en tono sombrío antes de alejarse con la bandeja.
Victoria se quedó pensando en las palabras de su amiga. ¿Qué iba a hacer si el hotel cerraba? Era posible que el Tremount fuera un lugar viejo y descuidado, pero había sido como un salvavidas para ella cuando había necesitado uno. No solo trabajaba allí, sino que vivía allí. El Tremount era su hogar.
El desconocido se fue bastante temprano. Hacia las nueve miró su reloj, se levantó y salió del bar. Su forma de hacerlo fue muy resuelta y decidida, como si fuera a algún lugar especial y llegara tarde.
Un suspicaz Bruno lo confirmó unos minutos después.
—Ese tipo del grupo San Román se ha ido a toda prisa. —dijo—. Ha salido del hotel y ha montado en su coche como si lo persiguiera el diablo.
—Supongo que no soportaba la idea de pasar una noche más compartiendo el baño con otros ocho huéspedes —dijo Daniela con ironía.
—Más que huir daba la impresión de que iba a reunirse con alguien —dijo Bruno—. El tren de Londres llega a las... ¿Victoria? —se interrumpió de pronto—. ¿Te encuentras bien? Te has puesto un poco pálida.
Victoria se había mareado un poco al oír el nombre «San Román». Por un instante, había creído reconocerlo, cosa que era toda una novedad, porque los nombres nunca solían significar nada para ella.
Ni los nombres, ni los lugares, ni las fechas...
—Estoy bien —dijo, y sonrió—. ¿Quieres tomar lo de siempre, Bruno? —preguntó con desenfado.
Pero el nombre permaneció con ella el resto de la tarde. De vez en cuando pensaba en él y entraba en un extraño trance. ¿Sería un recuerdo, un breve destello de su pasado?
Si era así, debía comprobarlo. Y ya que el nombre «San Román» estaba ligado al desconocido, decidió interrogarlo en la primera oportunidad que tuviera, porque, si no lo intentaba ella misma, ¿cómo iba a llegar a averiguar alguna vez quién era?
La semana anterior, el periódico local había vuelto a sacar su foto junto a un artículo en el que se explicaba su situación, pero nadie había acudido a interesarse por ella. La policía había llegado a la conclusión de que debía estar sola en el mundo y de vacaciones en Devon cuando sufrió el accidente. El coche que conducía había quedado calcinado hasta el extremo de que solo habían podido deducir que se trataba de un Alfa Romeo rojo. No habían recibido informes sobre un Alfa Romeo perdido ni sobre una mujer desaparecida conduciendo un Alfa Romeo.
A veces se sentía como si realmente hubiera muerto en aquella solitaria carretera la noche que el camión cisterna chocó con ella y hubiera resucitado varias semanas después como un ser humano completamente distinto.
Pero no era una persona distinta, se dijo con firmeza. Solo era un ser humano perdido que necesitaba encontrarse a sí mismo. Ya que no tenía otra cosa, debía aferrarse con todas sus fuerzas a aquella idea.
A las once de la noche se vació el bar. Victoria frotó su dolorida rodilla y terminó de recoger la barra. Una hora después, estaba en la cama, y a las ocho y media de la mañana, tras pasar una inquieta noche soñando con demonios y dragones, estaba trabajando en recepción con Daniela.
Ese día se iban muchos clientes, de manera que había mucho trasiego en el vestíbulo del hotel, pero Victoria se mantuvo atenta por si veía al señor Sanchez, decidida a hablar con él si surgía la oportunidad.
Y la oportunidad llegó a la hora del almuerzo. Victoria estaba anotando los datos de un nuevo huésped cuando alzó la mirada y vio que el señor Sanchez entraba en el vestíbulo. Decidió aprovechar la oportunidad de inmediato.
—Discúlpame un momento —dijo a Carla, y salió del mostrador de recepción.
Estaba a punto de avanzar cuando vio que otro hombre entraba en el vestíbulo y se detenía junto al señor Sanchez.
Ambos eran altos y fuertes y ambos vestían la clase de trajes que solo se encontraban en sastrerías de primera. Pero el recién llegado era más alto y más moreno, y, al verlo, Victoria sintió un escalofrío que le impidió acercarse.
Mientras lo observaba, vio que sus ojos oscuros miraban con impaciencia a su alrededor. Había tensión en él, una inquietud tan contenida, que se reflejaba a lo largo de su firme mandíbula como si estuviera apretando y aflojando los dientes continuamente.
De pronto, sus miradas se encontraron... y el hombre pareció horrorizado. Victoria pensó que no le gustaba lo que estaba sucediendo y, mientras sentía que se le hacía un nudo en la garganta, pensó que tampoco le gustaba aquel hombre. No podía respirar, no podía tragar. Incluso su corazón se detuvo un instante para volver a latir con renovada energía contra su sien derecha.
Como si hubiera percibido lo que le estaba sucediendo, la mirada del hombre ascendió hasta su sien. Al ver que se estremecía, Victoria recordó la pequeña cicatriz que tenía allí y alzó instintivamente una mano para cubrirla.
El hecho de verla moverse pareció impulsar al hombre a hacer lo mismo. Al ver que avanzaba hacia ella, Victoria empezó a sudar. El vestíbulo pareció convertirse en un túnel en cuyos extremos solo estaban ellos y que se iba estrechando según el hombre avanzaba. Para cuando se detuvo ante ella, Victoria sentía que estaba a punto de ahogarse.
Era grande... demasiado grande. Demasiado moreno, demasiado atractivo, demasiado... todo. La abrumaba con su presencia, con la cautivadora mirada que ardía en sus ojos.
«No», protestó ella en silencio, aunque no sabía por qué estaba protestando
Tal vez había hablado en alto, porque él se puso pálido de repente y su mirada se oscureció visiblemente.
—Victoria —murmuró con voz ronca—. Oh, Dios mío...
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Secretos del Pasado (completa)
Fiksi PenggemarVictoria una mujer sin pasado, tras un accidente ocurrido un año atrás, pierde la memoria. Una memoria que en forma inconsciente no quiere recuperar. ¿Qué sera el hecho tan horrible que se niega a recordar? César San Román, no puede creer cuando su...