Capítulo II

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Jueves 21 de mayo
07:02 p.m.

La primera vez que estuve en un accidente automovilístico tenía tres años. Habíamos ido a pasar las vacaciones a Quebec a casa de unos amigos de papá. La noche anterior habíamos salido de fiesta y en consecuencia todos veníamos cansados y desvelados en el camino de regreso, posiblemente la peor combinación para salir a carretera, pero teníamos que estar en casa ese día al anochecer debido a los deberes de mi padre en la manada, y no teníamos otra opción más que partir.

Obviamente, nada salió como lo planeado.

De un instante a otro papá cerró los ojos, un pequeño parpadeo producto del sueño, y nos salimos del camino y volcamos. No hubo heridos mayores afortunadamente, aunque recuerdo que mi mamá se fracturó el brazo y papá y yo salimos con unas cuantas cortadas por los fragmentos de vidrio roto.

Cabe recalcar que tras esa experiencia mamá desarrolló pánico a la carretera. Mejoró un poco con los años, pero aún le era imposible subir de los cien kilómetros por hora. Yo también me llevé un poco de ese miedo, aunque no tan agravado como el suyo.

La segunda vez que estuve en un accidente automovilístico tenía dieciséis años. Holly, mi mejor amiga, acababa de recibir un auto por su cumpleaños, un hermoso mini cooper rojo, y nos estabamos paseando por la ciudad para estrenarlo. Mirándolo en retrospectiva, el primer error fue subirnos al auto con tres días de nociones de manejo. El otro fue no frenar a tiempo.

Veníamos por el boulevard a alta velocidad, las dos platicando y sin poner mucha atención, y un semáforo apareció enfrente. Holly frenó con todas sus fuerzas pero aun así eso no fue suficiente para evitar estamparnos con el carro de adelante. Por suerte nadie salió lastimado, pero pasaron unos buenos meses y muchas lecciones de manejo antes de que le vovlieran a confiar un carro a mi amiga, y mucho más para que mamá me dejara subirme junto con ella.

Y ahora me veía en el que sería mi tercer accidente automovilístico. Lo veía pasar ante mis ojos mientras mi madre giraba bruscamente el volante y pisaba el freno a fondo. Me agarré con fuerza del salpicadero, del cinturón, de la puerta, de cualquier cosa que pudiese encontrar y que evitara que me estrellase con el parabrisas. Al mismo tiempo, mamá hacía lo que podía para maniobrar con el auto y no voltearnos.

Todo sucedió en un instante, demasiado rápido para poder procesarlo todo al mismo tiempo, y terminé respirando entrecortadamente del pánico. El rechinido de las llantas contra el asfalto y la fuerza del súbito alto fue todo lo que mis sentidos alcanzaron a detectar. Tanto mi madre como yo fuimos impulsadas hacia el frente a medida de que el carro paraba en seco, el cinturón de seguridad lo único que evitaba que nos estampáramos contra el parabrisas, o peor, saliéramos volando por él. Finalmente, nos detuvimos en medio de la carretera desierta, las marcas de las llantas impresas en el camino detrás de nosotras.

Tenía las pupilas dilatadas del susto y respiraba agitadamente. Mi cuerpo estaba rígido de la tensión. Mamá se encontraba en una situación similar, solo que lágrimas salían por sus ojos. Yo seguía demasiado pasmada para llorar o hacer nada. Todo había sucedido tan rápido que no sabía ni qué pensar primero.

Poco a poco me enderecé y relajé el cuerpo, quite las manos del salpicadero, donde las había puesto para detener el impulso del auto. Las bolsas de aire no habían hecho acto de presencia, un detalle que estaba segura mi madre se encargaría de hacercelo saber a la agencia de autos.

—¿Estás bien, Cass? ¿Cass? —inquirió mamá apresuradamente, su voz llena de preocupación. Seguía con las manos puestas en el volante, los nudillos blancos de la fuerza que estaba ejerciendo.

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