El día era oscuro a causa de las enormes nubes que intentaban ocultar el sol de cualquier manera. El aire era pesado, casi como si se pudiera tomar entre las manos y mantenerlo guardado sin poder escapar. Al menos así lo veía Graham.
El frío quemaba y entraba por los poros de su piel para aferrarse en sus huesos, haciendo que todo su cuerpo doliera.
Una mano más fría que el mismo viento acarició su espalda y le sonrió de manera amigable, aunque la situación hizo que el pequeño la interpretara de una manera escalofriante.
— Debemos irnos, Graham —se trataba de la señora que iba a llevárselo lejos de casa.
El niño cruzó sus brazos en señal de protesta e hizo un puchero con sus pequeños y rojizos labios. No iba a permitir que una extraña se lo llevara a quién sabe qué lugar lejos de su hogar. Además, tenía la esperanza de que sus padres volvieran.
— Ellos van a volver, señorita —contestó intentando sonar enojado, pero su suave voz no se lo permitió.
La mujer que tenía en frente lo miró con ojos aguados y con la sonrisa rota. ¿Cómo podría ella destruirle la esperanza a un niño de 8 años? ¿Cómo le diría que sus padres habían muerto y que no volvería a verlos jamás?
Sin saber qué hacer, se puso de rodillas y rodeo el pequeño cuerpo del niño con sus brazos. No se permitió llorar, puesto que debía ser fuerte para que él siguiera su ejemplo.
— Vamos, pequeño, tus padres te enseñaron a obedecer a los mayores, ¿no? —preguntó con voz tranquila luego de separarse un poco de él— No iremos a ningún lugar malo, te lo prometo. ¿Puedes confiar en mí?
Graham miró fijamente a los ojos de la mujer. Podía verlos brillar como los de su madre en aquella sala de hospital. Como si almacenaran un dolor en su interior. Como si ocultaran algo. Él sabía que la señora no estaba bien. Siempre pudo percibir los sentimientos de los demás con tan solo ver sus ojos; no se dejaba engañar por ese brillo por más hermoso que pudiese ser.
Así que, intentando ser un niño bueno como le había prometido a su padre, asintió suavemente y le regaló una tierna sonrisa a la dulce mujer de ojos brillosos. Tomó su mano y le indicó que podía ponerse de pie, pues ya era hora de irse.
Ambos comenzaron a caminar, pero el cuerpo del pequeño seguía rehusándose a salir de aquel lugar. Muy dentro de él sabía que al poner un pie fuera de allí, sería la última vez que vería su casa. No volvería a caminar por aquellos pasillos y no volvería a correr de arriba a abajo por aquellas escaleras. Jamás podría trepar de nuevo los árboles de ese jardín, y tampoco podría esconderse en sus hojas cuando su madre lo llamara para dormir, su padre nunca iría a bajarlo de allí con una sonrisa en su rostro luego de jugar con él por un rato a pesar de haber llegado cansado de su trabajo.
Extrañaría inmensamente ese lugar. Quizás sólo había pasado allí sus cortos ocho años de vida, pero sabía que siempre recordaría los buenos momentos que vivió. También tenía presente que en ningún lugar llegaría a sentirse tan pleno y cómodo como en su hogar.
Las mejillas del niño comenzaron a ponerse rojas nuevamente a causa del esfuerzo que hacía para no comenzar a llorar de nuevo. No quería seguir siendo un problema para la señorita que tanto estaba esforzándose para hacerlo sentir mejor, así que mordió su labio inferior, respiró hondo y continuó caminando.
Se subieron al auto y el niño observaba como el conductor recogía sus cosas y las arrojaba al baúl del coche.
— Deja de mirar atrás, Graham —dijo la mujer al notar que el niño no podía despegar la vista de la ventana.
El menor asintió y obedientemente se sentó mirando al frente, sacándole así una sonrisa a su acompañante.
— No lo tomes como un regaño, pequeño —rió mirándolo con ternura—. Simplemente quiero que intentes no pensar demasiado en lo que estás dejando atrás porque vas a perderte las cosas buenas que te esperan más adelante.
Graham asintió nuevamente mientras con sus pequeñas manitos limpiaba las lágrimas que abandonaron sus ojos sin permiso alguno.
— ¿Usted cree que cosas buenas estén esperándome, señorita? —preguntó con un fino hilo de voz.
— Claro que si, Graham —sonrió—. Eres un niño muy bueno, no mereces que nada te haga daño.
El niño la miró confundido y negó con su cabeza mientras las lágrimas -ahora imparables- empapaban su rostro.
— Eso es mentira —limpió sus mejillas una vez más—. Ser un niño bueno no sirve de nada ni me hace merecedor de cosas buenas. Si así lo fuera, ¿por qué se han muerto mis papás?
La señora, impactada ante las palabras del menor, simplemente miró por la ventana intentando encontrar qué decir. Había lidiado con las reacciones de muchos niños ante la muerte de sus padres, pero nunca se había topado con uno tan especial como Graham.
Él era fuerte, y aceptaba las cosas con demasiada madurez para su edad. Incluso le había dado fuerzas para lidiar con una situación que no le afectaba a ella directamente. No sabía cómo hablar con él y le costaba encontrar las palabras para alentarlo.
— Bueno, Graham —suspiró—, hay cosas en la vida que son inevitables. No van en cuánto las merezcamos, simplemente están destinadas a ocurrir. Depende de nosotros aceptarlas y afrontarlas, o dejarlas allí atormentándonos. Va en nosotros el creer si merecemos sufrir o no.
El auto fue encendido y el conductor anunció que estaban listos para partir. La señorita asintió y Graham simplemente se quedó en silencio escuchando las palabras de la mujer una y otra vez durante el resto del viaje.