Capítulo primero - La herencia

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Solo el aire nocturno, que entraba por una rendija, atravesaba la habitación cuando todos entraron. Los médicos estupefactos y nerviosos no daban credibilidad a sus ojos. En cierto momento trataron de hablar en vano, para solo balbucear; pero yo sabía que en el fondo se preocupaban más por los problemas legales que aquella desaparición causaría, que en el mismo paciente. Así eran todos los médicos, preocupándose de erradicar a los enfermos en lugar de erradicar las enfermedades.

Las sabanas parecían tan blancas que hubiese pensado que allí había dormido un ángel en lugar de mi abuelo, era casi tan blanco que las arrugas de la colcha no se notaban, pues allí aun estaba la silueta de mi abuelo, dibujada como burla, o esas bromas que tantas veces hacía. “Aquí estuve yo” siempre trataba de que sus bromas terminaran con esa melancolía.
Después de tanto tiempo agonizando en ese hospital, toda la familia parecía aliviada, algunos por los gastos que ya no tendrían que pagar para mantenerlo vivo, algunos otros, incluida mi madre, aliviada por que al fin podría descansar. Cuatro meses a su custodia y al final desaparecer así, casi parecía milagroso. Al parecer yo era el único que seguía extrañándolo como lo que era, mi abuelo...

Después de unos largos minutos de que todos estuvieran en silencio en una habitación sin paciente, un doctor pidió que todos saliéramos de la habitación y nos dijo que ordenaría revisar todo el hospital, al fin y al cabo ¿cuanto puede caminar un muerto?
Me rehusé a salir, algo que molestó a mi familia y los médicos, pero que cuando miraron mis lágrimas, no tuvieron otra alternativa que dejarme sólo con aquellas sabanas blancas como jazmines.

Si, jazmines, eso era... mi abuelo olía a jazmines, mi cerebro lo recordaba tan fuertemente que me llegaba a doler su perfume aun impregnado en el aire. Esa era su esencia, no meramente la colonia que usaba.

Comencé a recordar entonces los momentos que pasé junto a él, me recosté sobre la cama y traté de imaginar que era sentirse tan enfermo como él y saber que se va a morir pronto. Los rostros míseros que contemplan a un cadáver, las manos sucias que tocan con hipocresía, los ojos que escrutan sobre la piel para impedir que el aire siga en los pulmones.
Recordé cómo mi abuelo solía relatarme la ironía de que nuestro sudor podía atravesar los corazones, que ese perfume característico de nuestro cuerpo convive directamente con nuestro corazón, pues así es como sentimos tanto amor cuando los demás ya se han ido.
Tantos recuerdos se amontonaban que era difícil escoger cual reviviría una vez más, como un altar al último adiós que mi abuelo nunca me dio. Un altar de sangre en el oscuro océano infinito, eso decía siempre cuando intentaba definir un recuerdo. Ahora comprendo que es bastante exacto, una gota de sangre lleva tantos momentos, tanta vida, tantos anhelos que se vacían en la profundidad de nuestra mente, siempre en sombras.
Afuera, los médicos discutían con las enfermeras, amonestándoles sobre el cuidado de los enfermos, mientras éstas alegaban que era imposible que haya huido un cuerpo. Los familiares se decidían a irse mientras se ponían de acuerdo para ver quien esperaría en el hospital para que den cuenta del abuelo.

Todos me parecían seres patéticos, ¿qué acaso nadie se sentía con esa necesidad? Con la necesidad de poder adorar la paz que ahora reinaba en el alma del abuelo, ya no estaba vivo, eso era seguro, pero eso no especifica que ya haya muerto.
De nuevo recuerdos, un bosque, iluminado solo por el crepúsculo de sol que amenazaba con morir una vez más en el horizonte. Ahora lo recordaba nítidamente, las facciones de la bruja aquella, pero eso es adelantarme, así no comenzó.

El bosque era grande, misterioso, magnificente, con sus árboles y abetos; abedules, castañas secas que tapizaban la tierra, ésta era dura al pisarla. Aquel bosque lo recorrimos muchas veces mi abuelo y yo juntos, más aun entre nosotros, había reglas; una de esas era no adentrarnos demasiado a las partes prohibidas, esas en donde la luna recorría por encima, pues su paso marcaba el territorio encantado y maligno. De lejos, sobre un acantilado rocoso, contemplé la luna en ese trayecto, era tan blanca y enorme que fácilmente se podía enamorar de ella, y debajo, a espaldas de aquella luna se encontraba el gran territorio condenado a vivir con espíritus. El lado oscuro de la luna contemplaba la tumba de la bruja.
Por supuesto, como cualquiera puede pensar en su momento, creí que eran patrañas, cuentos locos de algún demente que trata de asustar niños. Por el pueblo se corría el rumor de esa bruja al igual que en navidad se esperaba que Santa Claus bajara por las chimeneas que ninguna casa tenía.

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⏰ Última actualización: Oct 28, 2020 ⏰

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