Como todos los días a las cinco de la tarde, Fernando camina apurado hacia la esquina. Y así, de espaldas, se despide con la mano en alto de sus compañeros de sexto.
El colegio Andersen es un caserón inmenso ubicado en el barrio de Belgrano. A Fernando le hace acordar a Bariloche, por sus techos de pizarra y los triángulos de madera que adornan los balconcitos. Pero mejor no pensar en Bariloche, donde vivió hasta el año pasado, porque si recuerda el cielo azul, las montañas, ese frío que corta las mejillas y todos sus amigos de allá, si los recuerda, entonces va a extrañar.
El colegio es lindo, tiene patio, jardín y muchos árboles. Además, ¡queda tan cerca de su nuevo departamento! Para ir y volver, sólo hay que caminar media cuadra, cruzar la calle Zabala y ya está. Fernando carga la mochila en un solo brazo y a paso rápido llega al edificio de ladrillos colorados y ventanas blancas donde ahora vive. Con la mano libre toca el segundo botón del portero eléctrico y con un cabezazo saluda a Ramón, el portero verdadero.
-¡Hola, Ramón! ¿Llegó Diego?
Diego y Fernando acostumbran a andar en skate en la vereda, después de hacer los deberes. Esta vez Ramón niega con la cabeza, no puede dar el permiso para que su hijo salga.
-Diego vino antes porque faltó la maestra. Es queee... no va a bajar, tiene que ayudar a la madre en casa -y, como para disculparse-: hoy fue un día bravo, llegaron nuevos inquilinos y el departamento no estaba en condiciones. Nos llaman a cada rato...
Fernando mira hacia arriba interesado. ''¡Se ocupó el primero C! ¡Por fin!'' Mientras Ramón protesta, él piensa. ''¿Habrá chicos?'' Por la ranura del portero eléctrico le llega la voz de su madre.
-¡Fernando! ¿Podés sacar el dedo del timbre, por favor? Te estoy abriendo -Ramón sigue protestando y Fernando ya no lo escucha. Mientras camina hacia el ascensor se pregunta una y otra cómo serán los nuevos vecinos.
La primavera alarga las horas; son las siete y todavía no oscurece. Los chicos cuchichean sentados en la escalera. Tienen poco tiempo para discutir las últimas novedades. Las madres respectivas insistieron antes de salir: ''Vuelvan pronto, miren que hay que bañarse antes de comer''. ¡El dichoso baño!
Diego refunfuña con la bca llena de alfajor. Es gordito, morocho y rozagante. Muy diferente de Fernando, flaco y pecoso, que mira desde abajo porque aún no pego el estirón.
-No entiendo porqué me obliga. Soy yo el que se baña, no ella -comentá enfurecido Diego.
-El que no se baña dirás -ríe Fernando. Y para consolarlo-: No te preocupes, las madres son así, les gusta la limpieza y esas cosas. En casa pasa lo mismo. Pero yo inventé algo. Abro la ducha, me mojo el pelo, canto un rato y salgo cambiado. Nunca se da cuenta. Ahora contáme: ¿quiénes son los vecinos del primero C? ¿Hay chicos de nuestra edad?
Diego suspira, lame a conciencia el papel del alfajor y sonríe sarcástico:
-Una chica. La anteojuda.
Fernando está desilusionado.
-¡Qué rabia! Toda la casa de personas grandes.
-No es una chica... común -aclara Diego, mirando con tristeza el papel limpio y brillante-, como mi hermana mayor, que se la pasa sin hacer nada. Ésta es una sabelotodo. Lo ayudé a papá a subir algunas cosas. Ella estaba en su cuarto rodeada de cajas y cajas. Todos eran libros. ¿Te imaginás? Cientos y cientos de LIBROS.
Fernando pega un silbidito. Apenas puede dar crédito a lo que oye.
-Libros, en cajas. ¿Para qué querrá tantos?
Diego se encoge de hombros.
-¡Y qué se yo! Para mí que los lee.
Los chicos se quedan un rato en silencio.Tanto esperar a que se ocupara el departamento vacío, para nada. El edificio viejo tiene inquilinos y propietarios, casi todos son personas mayores. Y no se puede hacer mucho ruido, y no se puede tener perros. Y lo peor, en toda la cuadra no hay chicos de su edad. Puros bebés o chiquititos. Nada de amigos. ''Salvo Mauro'', piensa Fernando. De repente los dos han coincidido y se miran más optimistas
-Por lo menos enfrente está Mauro -dice Diego, y busca algo comestible en el bolsillo de su pantalón.
-Sí, ¿y cuándo lo dejan salir? El pobre se la pasa encerrado.
Por un momento, Fernando imagina a Mauro en su casona de la esquina, con un dormitorio para él solo, casi tan grande como el living de su departamento. ¡Seguro que está estudiando!
Mauro Fromm no tiene padres, vive con sus tíos. Unos tíos ya mayores, que lo adoran y lo cuidan tanto que apenas si lo dejan salir. Todo el día va a un colegio alemán y los fines de semana a una quinta o algo así. A veces los invita de contrabando a su cuarto. Pero no es lo mismo. Mejor es andar con el skate en la vereda.
El ruido del ascensor alerta a los chicos. Como si se hubieran puesto de acuerdo, los dos miran absortos los botones que encienden y apagan la luz colorada. El ascensor para en el primer piso. Alguien sube. Al llegar a la planta baja, las puertas se abren y una chica delgada los mira con cautela.
Diego codea a Fernando y susurra apurado:
-Es la anteojuda. La vecina nueva.
Una chica de anteojos, trenzas y pantalones. Menuda, frágil, pero decidida, cierra la puerta del ascensor y se dirige hacia los chicos. En la mano derecha, hamaca una bolsa de compras.
-¿Me pueden decir dónde hay una carnicería cerca? -pregunta mandona
Diego la mira serio, como si no entendiera.
-¿Una carnicería? -repite bobalicón-. ¡Ah, sí! Caminá hasta la esquina, después doblás a la izquierda y seguís dos cuadras. Cuando llegues a la plaza vas derechito media cuadra más. Es justo enfrente. Vas a ver una puertita que arriba dice ''Zoilo''.
La anteojuda agradece, se despide y sale. Muy derechita, muy aplomada, hamacando la bolsa.
Fernando la mira y después, atónito, a Diego:
-¿Te diste cuenta a dónde la mandaste? -pregunta sorprendido.
Diego sonríe feliz. Ha encontrado un caramelo pegado al fondo de su bolsillo y mientras lo chupa explica con voz gangosa:
-Sí. A lo del Carnicero Loco. ¡Vamos a ver cómo se las arregla!
Y sin poder contenerse los dos empiezan a reír a carcajadas.