La canción de la sirena

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Bajo las aguas de cielo teñidas,

jugando entre las olas de alba espuma,

la sirena entona como ninguna

su balada tejida en fantasías.

 

 Y es tan dulce su cristalino cantar,

tan cruel y amarga palabra la suya,

que no hay un hombre en la tierra que arguya

que no llore con semejante manjar.

 

En la soledad del reino marino,

la sirena añora a su lindo mortal,

un joven abezante de pescador,

 

que fue a pescar una tarde de estío,

y enredó a la sirena con su sedal,

quedando presos en la red del amor.

 

© Iry Blackwell

* Mhorac: especie de sirena de agua dulce que habita en las aguas del lago Morar, en Escocia. La parte superior del cuerpo la tiene de mujer, mientras que la inferior termina en una hermosa cola de pez.

Lairnoch, Escocia, año 1870

 

Al fin el astro rey dejaba ver su faz áurea tras tantos y tantos días de lluvias torrenciales y neblinas húmedas. Un grueso y abigarrado manto de nubes plomizas había estado cubriendo los cielos escoceses desde el mismo comienzo de la primavera. Pasada la segunda quincena de abril, las nubes parecieron querer dar cierto respiro, disolviéndose en algarazos nacarados y consintiéndole al sol que se hiciese con la hegemonía de la bóveda celeste, tan azul una vez se fueron como las aguas, puras y gélidas, de las Highlands.

Evan Donnelly había estado en el norte de Escocia tan solo una vez, pero no olvidaba con facilidad aquel azul intenso que mostraba el mar, un azul que no parecía contaminado por nada ni por nadie. Era el azul de la naturaleza, el del más inmaculado de los mares. Un azul irreal como de cuento de hadas. A menudo los sueños de Evan terminaban tintados de ese mismo azul, y al despertar cada mañana le invadía la nostalgia por no poder disfrutar de él un poco más. Y el pelirrojo Evan, el más joven y soñador de los cuatro hermanos Donnelly, también sabía que la mujer a la que amaría por siempre tendría los ojos de ese mismo color. Corcoran y Scully, sus dos hermanos más mayores, solían incordiarle con frecuencia diciéndole que era demasiado fantasioso. Pues ¿dónde iba a existir una mujer que tuviese el azul del mar en los ojos?

Evan esperó durante toda la mañana, un día de principios de mayo, a que los feos nubarrones de lluvia se fueran apartando del cielo y dejasen que el sol tintase la tierra de pálido dorado. Y entonces salió de su casa, a las afueras del pueblo de Lairnoch, con las redes de pesca y una pequeña cesta de mimbre trenzado con el que poder llevar la presa de la tarde al hogar. Tal vez hubiera suerte y esa noche cenasen pescado asado. Su madre, la hacendosa Myrna, se pondría bien contenta.

El lago Morar para él siempre había supuesto un gran misterio. Era un lago pequeño y de orillas herbosas, llenas de juncales y saúcos. Con la llegada de cada primavera, la vegetación del Morar albergaba pajarillos que construían allí sus nidos. Había mirlos y ruiseñores, zorzales, herrerillos y garcetas. Las aguas eran profundas y extrañamente oscuras, como si la luz solar no lograse penetrar más allá de un par de metros. No eran turbias, pues nunca estaban sucias ni enlodadas. Simplemente, allí abajo las tinieblas eran más fuertes que el fulgor del sol.

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