E.

1.7K 129 49
                                    

—Ale, ya está. ¡Solucionado!

Y ahí, delante de ella, en medio de esa pequeña desierta playa, despertándola de su sueño de olas y sal, estaba él, sonriéndole con la mirada. Él, su maravilloso imprevisto.

Se mordió el labio mientras el chico se volvía a sentar otra vez en su posición inicial, detrás de ella, abrazándola y dejando que esta reposara de nuevo contra su pecho. Notó que sus morenas manos estaban frías así que, sin dudarlo, entrelazó sus dedos con los de él y suspiró. Se sentía tan bien que no quería que la puesta de sol terminara jamás.

Como dos adolescentes, habían cogido una toalla y habían huido corriendo de la casa que habían alquilado y que compartían junto a los padres del chico. Con ellos estaban bien, se divertían y pasaban grandes momentos, pero también necesitaban su rato de intimidad lejos de esas curiosas y divertidas miradas paternales. Por eso, tras descartar la propuesta de la madre de ir a pasear por un pueblo cercano, se habían escapado por la puerta trasera entre risas y brincos.

—¿Nos ayudará? —preguntó la chica pegándose más a su cuerpo y obligándole a abrazarla aún más fuerte.

—Sí —sonrió él mientras le dejaba un cariñoso beso en la frente—. Me ha dicho que en unos minutos colgará un vídeo entrenando que me hizo hace un par de semanas.

—Oh, qué mona es Magalí —le contestó ella.

—Qué mona que es y qué paciencia tiene, pobre —suspiró el chico mientras apoyaba su cabeza en el hombro de la chica—. Suerte que tenía ese vídeo del otro día porque sino en nada se empieza a correr el rumor de que estamos aquí y...

—Rumores y rumores... Y pensar que hace un par de días volvían a decir que habíamos roto porque no nos veíamos....

—Si ellos supieran...

Rieron. No echaban nada de menos esa época en la que pensar en singular les había destrozado hasta la última pieza de su alma, donde despertar solos en una cama vacía les hacía revivir miles de bonitos momentos y donde, al pasar por delante de una perfumería, siempre dudaban si entrar sólo para lograr encontrar el olor que tanto necesitaban. Eran tan iguales que se habían chocado y reprochado demasiadas cosas. Habían perdido la guerra en el momento en que habían disparado la primera bala. Cada movimiento era ir directo al suicidio, no eran hogar sino bombas nucleares y ni quinientas noches no les habían servido para olvidarse.

Pero volvieron para quedarse. Aprendieron de sus errores, a dejar de hablar de futuros cuando no se podían ni garantizar un presente. Su amor, iba más allá, es y sería siempre eterno, duraría siempre, había tenido un principio, pero no tendría un fin. Porque no había manera más bonita de quererse que esa, que disfrutando como niños y jugando a que el mañana no existiera.

Iban a romper barreras y a luchas contra huracanes. Eran imperfectamente compatibles y el destino había hecho de las suyas para juntarlos de nuevo y aquí estaban ahora, en brazos del otro sin saber que les pasaría. Tenían amor para rato y sonrisas para todos los días. Se habían vuelto adictos a esas buenas noches sin sentidos y a las cosquillas entre palomitas.

Ahora, sabían entenderse cuando nadie más lo hacía y se quedaban juntos a pesar de las pesadillas, compartiendo almohada y manta. Por las noches, se contaban que cualquier acorde menor sonaba menos triste a su lado y se despertaban con mil besos por cada rincón de sus cuerpos. Eran poema, eran canción, eran ellos en toda su esencia.

—Si ellos supieran... —repitió Amaia las palabras de su chico mientras le acariciaba con la yema de sus dedos su barbilla—. Si supieran lo mucho que me hacías enfadar...

—¿Y tú a mí qué? ¡Que justamente una santa no eras! —rio Alfred cuando entre risas ella le regaló un pequeño golpe en la pierna—. ¡Eh! ¡Que yo no fui el que se paseó medio desnudo por la habitación en Ámsterdam!

NosotrosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora