Desperté sobresaltada. No sabía cómo ni cuándo me había quedado dormida. ¿Qué hora era? Las tres, menos mal. Seguramente sería culpa del maldito documental de la dos. Hienas. ¿Para qué narices me sirve a mí en la vida saber de qué se alimenta una hiena? Me basta con saber que no de humanos, por si surge una juerga en África Central o algo... O puede que sí; no sé, me da igual. El caso es que el maldito pitidito me estaba poniendo muy nerviosa. ¡Joder, Lara, tenías que llamar a las tres de la mañana! Es que a esas horas ni la mejor de las canciones de cualquier discoteca sonaba bien como tono de llamada. Paso. Será cualquier bobada, de si fulanito le ha metido mano a menganita, o qué sé yo. Puede esperar a mañana.
La cama los viernes de madrugada siempre era más cómoda de lo habitual. Decidí meterme tal cual, no me apetecía ponerme el pijama, ya que cada vez que me levantaba me mareaba. Esta noche me había pasado bebiendo y ahora empezaba a pagar las consecuencias. Qué más da, la noche es joven, aunque no ahora. Ahora no. Ahora solo quería dormir.
Desperté a las doce del mediodía con un chillido de mi madre pidiéndome que pasara la aspiradora. Ni diez segundos despierta y ya estaban explotándome y mangoneándome en esta casa. Al incorporarme me di cuenta de que aún llevaba el vestido de anoche, el maquillaje corrido y el pelo enmarañado. Por no hablar del mal sabor en la boca y del tremendo dolor de cabeza. Me levanté y fui a lavarme la cara y a cambiar mi precioso vestido rojo de vuelo por una camiseta vieja. Solo me apetecía meterme otra vez en la cama y dormir un millón de años, pero con una madre tan plasta no creo que eso fuera posible. Mi hermano mayor apareció en la puerta con una capucha tapándole la cara, como quien no quiere la cosa.
―¡Joder, qué susto! No vuelvas a hacer eso.
―¿Hacer el qué? No he hecho nada y ya estás gritando como una loca.
―Qué quieres, Víctor.
―Tocarte un poco los cojones ―le lancé una mirada asesina que borró esa sonrisa de tonto que tenía desde hacía unos meses dibujada―. No, es broma, necesito que me devuelvas el mando de la tele.
―Yo no tengo el mando, estará en el salón.
Señaló con la cabeza hacia mi cama y entre el edredón y las sábanas estaba.
―Pero, ¿quién lo ha puesto ahí?
―Y a mí qué me cuentas, me quedé dormido un rato después de que te partieras el culo viendo a las hienas de la dos y luego te quedaras frita en el salón.
Y diciendo esto se dio media vuelta y se fue por donde había venido. Este chico cada día es más raro.
Me preparé un café y cogí un trozo de tarta que aún quedaba del cumpleaños de mi padre. Chocolate con nata, mi favorita. ¿Qué es esa bobada de poner mermelada y cosas raras en una tarta? Donde haya nata, y por supuesto chocolate, que se quite todo lo demás. A mi hermana se le partió la galleta mojada en Colacao mientras miraba atontada Hora de Aventuras en la televisión. Y yo no pude evitar partirme de risa en su cara y, más tarde, tratar de recuperar la compostura.
Caí en la cuenta de que no había comprado nada para la fiesta de Alba, una amiga de Claudia. Yo iba de acoplada, ya que conocía a esa chica de dos tardes de cine y un encuentro casual en la Plaza Mayor, así que qué menos que llevarle un regalo. Me puse corriendo una sudadera de Pull and Bear (de las que tiene toda la población del planeta) junto con unos vaqueros de pitillo, las playeras Nike y salí corriendo de casa. Supongo que con una camiseta bastaría.
La fiesta empezaba a las siete, era una fiesta de cumpleaños tradicional en casa de Alba. Ya sabéis: tarta, globos, regalos empaquetados en papel de colores... Cualquiera diría que cumplía dieciséis. Había un montón de gominolas y pasteles por todas partes, comida a la que Lara y yo llamábamos "mierda''. Lara y Claudia se odiaban desde pequeñas, así que Claudia había hablado con Alba para que no fuera invitada a la fiesta. Me aburría un poco sin mi mejor amiga, así que me senté al lado de los aperitivos y empecé a echarles mano. Todo estaba riquísimo y sin quererlo me había acabado una bandeja yo sola y ya iba por la segunda. No tenía autocontrol de ningún estilo, no sabía ni podía parar. Comer era de las cosas que más me gustaba en el mundo y una vez que empezaba no sabía parar hasta que me dolía el estómago, e incluso así, a veces seguía comiendo. Me pasaba lo mismo con la bebida. Empezó a sonar en el radiocasete de la madre de Alba el Aserejé, de alguna recopilación veraniega de hace años. Parecía que se lo estaban pasando bien, era un baile fácil, así que pensé en acercarme también al grupillo de chicas (¡ÚNICA Y EXCLUSIVAMENTE! ¿En qué fiesta de adolescentes no hay chicos? Ah, sí, en la de Alba), bailando en el centro de ese extraño salón. Al levantarme me di cuenta de que había comido demasiado, me encontraba fatal. Fui al baño un rato a ver si se me pasaba, y entonces fue cuando lo vi.
Llevaba varias semanas pensando en apuntarme a un gimnasio o en salir a correr, estaba en muy muy muy baja forma.
El día anterior me había costado horrores meterme en aquel vestido rojo tan bonito que había comprado el año pasado. Mi madre me dijo que estaba creciendo, que era normal que no me valiera, pero no. No había crecido un mísero centímetro desde hacía dos años. Me mantenía en un metro setenta y dos desde los catorce. Este año, con la bobada de empezar bachillerato y los exámenes me había desapuntado de karate y estaba comiendo más que nunca. Y se notaba, ¡joder si se notaba! Me había dejado de valer prácticamente toda la ropa, muchos pantalones de los que usaba eran de mi madre. Había echado culo y bastante barriga, y lo estaba viendo por fin de una vez reflejado en el espejo. Me había convertido en un monstruo. El espejo me había abierto los ojos.
En definitiva: estaba gorda. Estaba muy gorda.
Me puse muy nerviosa, más bien histérica, y empecé a llorar. Empecé a llorar mucho y me costaba respirar. Cada vez que me giraba y me miraba en el espejo me entraban más ganas de llorar, y no sé si aquello estaba hecho adrede, pero todo el maldito baño estaba repleto de espejos. Todo. Prácticamente como un impulso, sin pararme a pensar en lo que estaba haciendo, me arrodillé frente al váter, subí la tapa y me metí los dedos hasta la campanilla. Había parado de llorar, pero los ojos se me humedecían continuamente. Me venían arcadas, pero no podía vomitar. No paraba de repetirme que eso lo hacía muchísima gente, que no podía ser tan difícil, mientras mi dedo índice y mi dedo corazón permanecían al lado de la campanilla y seguía llorando. Estrujé mi estómago, cogí mucho aire e hice la mayor fuerza que pude para vomitar. Y otra vez, otra más. Conseguí vomitar algo tras mucho esfuerzo y me levanté toda roja, me lavé las manos rápidamente y me enjuagué. En cuanto salí del baño dije que me encontraba mal y que me volvía a casa, y una vez allí lloré hasta quedarme dormida.
Recuerdo muy bien ese sábado 30 de noviembre del 2013, el día en que empezó mi pesadilla. El día en que dejé de reconocer mi reflejo.
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TODOS LOS PUENTES ESTÁN ENAMORADOS DE UN SUICIDA
Romance‘’A veces respirar no significa estar viva, a veces se puede matar a una persona por dentro y que su corazón siga latiendo pero ya su alma no esté presente.’’ Ana es una adolescente que sin apenas darse cuenta entra en un laberinto del que no puede...