Capítulo Dos

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Un lunes a mediados de ese otoño, volvió Mabel, la madre de Carmen y Marito. Vino sin el marino y con el bebé que había tenido la Navidad anterior, pero yo no la conocí porque para el viernes a la tarde cuando llegué, ya se había vuelto a Comodoro Rivadavia. Les dijo a todos que había venido a ver a sus hijos, pero nadie le creyó. Cuando se fue dejó al bebé, como si se lo hubiera olvidado, o por lo menos así decía Carmen, que decidió hacerse cargo de su hermanito y lo llevaba con nosotras a todas partes metido dentro de un trapo triangular que doña Ángela le armó con uno de sus vestidos viejos.

-Podríamos bautizarlo Mowgli –dije yo en cuanto lo vi.

Esa semana había terminado de leer El libro de las tierras vírgenes, y el bebé, con su pelo negro como un cepillo y ojos alargados, me hizo recordar las ilustraciones del mi libro.

-Se llama Lucio –dijo Carmen y por la cara que me puso me di cuenta de que mi idea no le había gustado para nada.

El juego de las lobas sí le gustó y durante varios fines de semana nos íbamos al fondo del jardín, armábamos una especie de nido con hojas secas, acostábamos a Lucio sobre el trapo, dábamos vueltas a su alrededor en cuatro patas aullando y lamiéndole la cara, nos echábamos a su lado rodeándolo con el cuerpo para protegerlo de Shere Khan. Lucio agitaba los brazos y las piernas, y pegaba grititos como si estuviera encantado con nuestro juego. Hasta Marito hizo de jefe de la manada una tarde y salimos a cazar los dos por los alrededores de la guarida mientras Carmen se quedaba con el bebé.

En febrero Carmen y yo habíamos empezado una casita sobre los árboles de la isla del medio. Un domingo decidimos terminarla y mudar allí unos cacharros y nuestra caja de libros. El Tordo nos había prohibido que lleváramos a Lucio al bote, así que lo dejamos en el muelle en un cajón que había fabricado Marito y al que le habíamos puesto un pequeño colchón. Atardecía y todos estaban dentro de las casas menos Marito, que pescaba río abajo, en el muelle abandonado. Desde nuestra casa del árbol podíamos ver el muelle podíamos ver el muelle de doña Ángela con claridad. Calculamos que si Lucio lloraba podríamos llegar enseguida y, convencidas de que no corría peligro alguno, cruzamos a la casa de en frente para trabajar en la construcción de nuestra casa.

Después, cuando nos contábamos a nosotras mismas cómo habían sido las cosas, a ninguna de las dos le parecía que hubiéramos dejado de mirar a Lucio por más de cinco minutos. Teníamos un martillo cada una y una caja de clavos. Nos pusimos a clavar los tablones a las ramas del sauce con la concentración que hace falta para no martillarse un dedo, pero entre clavo y clavo mirábamos hacia el muelle y veíamos sus piecitos que sobresalían del cajón cuando el sacudía las piernas en el aire. Cada tanto oíamos sus gorjeos felices, porque Lucio era un bebé alegre y no lloraba casi nunca.
Nos dimos cuenta de la creciente cuando ya no había nada que hacer. Era como si el río hubiera decidido crecer de repente y hubiese avanzado sobre la tierra en absoluto silencio, traicionero, con el propósito imperturbable de llevarse a Lucio. Carmen fue la primera en darse cuenta y pegó un grito. Yo levanté la vista de una madera que estaba dándome un trabajo especial y v enseguida lo que había pasado. Creo que también grité. Carmen ya estaba en el suelo, corriendo hacia el bote. El cajón había desaparecido.
Papá dijo después que él salió a la galería cuando escuchó mis gritos y que vio cómo yo desataba el cabo y cómo Carmen empezaba a remar antes de que yo me subiera al bote. Yo ya tenía un pie sobre el tablón de popa y el bote se separó de tierra con brusquedad. Grité. No sé si fue el bote o la tierra lo que se escapo primero, pero me caí al agua con las piernas abiertas y un dolor intenso en la ingle. Carmen dejó de remar y por un momento no supo qué hacer. Me aferré al borde del bote y me trepé chorreando. Papá, desde el muelle, nos preguntó qué pasaba. Carmen había empezado a llorar y yo temblaba tanto que no atinaba a contestar.

-El río se llevo a Lucio –dijo Carmen. A nuestro lado paso un pájaro volando panza arriba. 

El grito de Marito se escuchó apenas y al principio nos costó saber de dónde venía. Miramos en dirección al muelle abandonado, donde lo habíamos por última vez, pero el muelle estaba desierto bajo la luz cada vez más escasa. Recorrimos la costa con la vista y río arriba, metido en el agua hasta la cintura, vimos a Marito que hacía señas desesperadas con los brazos en alto.

Carmen ya había empezado a remar en esa dirección y yo me paré en la popa con las piernas abiertas a pesar del dolor para mirar hacia delante con la esperanza de ver el cajón flotando a la deriva. Temblaba con espasmos y la ropa pegada a mi cuerpo parecía haberse vuelto de hielo. Por primera vez en mi vida odié el color del río. De pronto parecía otro: con su correntada y su capacidad de tragarse a una persona sin dejar rastros.

Al acercarnos a Marito vimos que hacía señas hacia la orilla de en frente y ahí, con una punta enganchada entre los juncos, el cajón estaba girando sobre sí mismo y se soltaba ahora otra vez para seguir el curso de la corriente. Desde donde estábamos no se veía a Lucio. 


Carmen apuntó hacía el cajón y remó con fuerza, pero el cajón iba más rápido que nosotras. Una sola hilera de maderas sobresalía del agua: se estaba hundiendo. Marito corría por la orilla y ahora se había tirado a nadar. Vi un piecito. Se asomó apenas y el cajón se inclinó por el movimiento y por un instante pensé que iba a darse vuelta, que íbamos a ver a Lucio caer al río y desaparecer. Me tiré al agua.

No me di cuenta hasta después, cuando papá me lo dijo, de que cuando llegara al cajón me iba a resultar muy difícil mantenerme a flote y empujarlo a la misma vez, pero yo no estaba pensando en lo que iba a hacer cuando llegara a Lucio. Solo estaba nadando hacia él.

Cuando me faltaban unas brazadas para llegar oí la orden de Marito.

-Nadá hacia los juncos –dijo-. Yo busco a Lucio.

Su voz tuvo la fuerza de hacerme obedecer.

Sentí el barro bajo mis pies al mismo tiempo que un agotamiento mortal convertía mis piernas y mis brazos en un lastre inamovible. Me aferré a un puñado de juncos. Apenas unos metros más lejos Marito hacía pie y llevaba en brazos a Lucio, que había empezado a llorar. Lo abrazó muy fuerte y caminó hasta la parte más playa. 

Por el medio del canal venía papá en la lancha, y Carmen, metiendo los remos dentro del bote, saltaba a tierra con el cabo.

Río arriba se veía la punta del cajón, cada vez más lejos, y un instante después, nada.

Piedra, Papel o TijeraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora