Capítulo 1: Broker Finger.

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Mi labio inferior tembló cuando le di el último trago al ron.

Mantenía la vista clavada en mi adversario; el torniquete, le apodaban a aquel hombre de un metro con setenta centímetros; poseía bíceps y tríceps lustrosos, así como una poblada barba negra mugrosa y enmarañada. Los tatuajes cubrían su piel como una chaqueta y sus ojos centellaban malignos.

— ¿Qué pasa, niñita? —dijo al ver que la navaja temblaba en mi mano diestra—. ¿Es demasiado para ti?

Los espectadores de aquel prodigio emitieron sonidos de burla. Una mueca de altivez y rabia transformó mi rostro en una capa impenetrable; ¿cómo había terminado en un bar tan pútrido y maloliente a medianoche? Era una pregunta, a cuya respuesta le temía; quizás había perdido la cabeza en definitiva y no encontraba mejor forma de desquitar mi aburrimiento.

—No lo hagas si no quieres —insistió el torniquete, que, sentado junto a mí en la barra, cuidaba de su pequeño corte hecho en el dedo corazón—, después de todo, aquí mismo tengo otra navaja que sin duda podrás manejar —Dicho esto, más risas resonaron en mis oídos y en mi orgullo, hiriéndolo de forma inimaginable.

Inspiré hondo, volviendo la vista a mi mano zurda que se mantenía bien abierta sobre la barra; el broker finger no estaba entre mis virtudes, pero aquella noche había bebido demasiado y terminado endeudada hasta los topes. Si no lograba ganarle al torniquete, quien a pesar de su corte me llevaba cierta ventaja, volvería a casa sin un centavo para poder comer o cubrir mis necesidades básicas.

Alcé la mano, y después de lanzar un alarido en el que centré todo mi miedo e indignación (quizás toda mi frustración después de dos años), dejé caer la navaja en el espacio que existía entre mi dedo pulgar y mi dedo índice; el acero desgarró la madera vieja, pero no tuve tiempo de fijarme en el hoyo hecho, ya que el tiempo corría. Comencé entonces a mover rápido la navaja entre los huecos de mis dedos, ignorando por completo los gritos de emoción de los ebrios y las camareras, concentrándome tan sólo en la madera... Sólo había que tocar la madera, no la piel.

De regreso, sentí como el frío acero rozaba mi dedo anular, más sin inmutarme y mordiendo mis labios, llegué finalmente al inicio; intacta y sudorosa. Hubo un silencio, que sabía a sorpresa e incredulidad, el cual tras finalizar, dio paso a vítores, golpes de mesa, gritos y berreos que me aturdieron. Finalmente, cuando todo el mundo se calló el barman dio el veredicto final:

—Por una diferencia de dos segundos y medio, gana la chica.

Más gritos rebosantes de alegría falsa. Esta vez no podía negarme a pavonear mi victoria, y me levanté del taburete destartalado, alzando el brazo como hacían los boxeadores tras declararlos vencedores de la pelea del siglo. No estaba feliz, ni un poco como aquella gente, pero se sentía bien tener algo de aceptación, aunque fuera de motociclistas, drogadictos, y malvivientes. De hecho, creo que ellos me caen mejor que la bazofia de Hollywood.

Al terminar de festejar mi triunfo, me volví para encarar al torniquete que sonreía y me recordaba a un perrito rabioso; furibundo, molesto, preparando su próximo golpe.

—Creo que esto es mío —Pregoné, tomando el fajo de billetes de la apuesta, colocado de forma desorganizada encima de la barra.

No obstante, antes de poder levantar la mano él aplastó la suya contra la mía con fuerza. El eco del sonido provocó que los ánimos en el bar se calmaran al punto de desaparecer. Todos volvieron la cabeza, en silencio y con cierto temor de lo que el torniquete pudiera hacerme. Estaba nerviosa, pero no era la primera vez que me involucraba con gente de su calaña. Ante todo, debía de mostrarme firme y defenderme hasta el final.

El presente es eterno. [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora