Capítulo 1: Todas mis preguntas

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Tus ojos han de ver

la miseria humana,

la soledad del alma.

Tu corazón ha de fundirse

como el barro en el agua.

Y tus pasos vagarán errantes

como el maldito caminante.

Porque yo soy Dios,

y te condeno.

Porque tú eres Dios,

y no lo sabes.

Porque nosotros somos dioses

En el Olimpo de los hombres.

Esas eran las líneas del poema más extraño de mi vida, y que, aun en ese tiempo, seguía sin tener sentido. Al menos para mí.

Coincidentemente, encontré este poema en casa cuando aún era un adolescente. Y resultó tan irónico encontrarlo en ese mismo lugar donde había encontrado todas aquellas otras cosas que aún seguían sin tener sentido en mi vida. Esas cosas que yo aún seguía sin entender. Como las tarjetas que se envían en navidad a esos parientes que se podría ir a visitar en persona; sin embargo, prefieres enviar esos trozos de cartón con extensos mensajes en donde dices lo mucho que los extrañas y cómo lamentas no tener tiempo para visitarlos. O como ese anillo de bodas que simbolizaba la unión entre dos personas que se aman, pero que termina siendo la cadena entre dos personas que se odian.

Todas esas cosas sin sentido las encontré en casa de mis padres y me las llevé conmigo cuando me mudé; más que por apego, fue para conservar cosas que me recuerden lo poco que entendía de la vida.

Así que solo por cargar cosas que no entendía, me llevé conmigo ese extraño poema, escrito del puño y letra de mi padre en un papel que envejecía como yo, que iba perdiendo ese blanco solemne para perderse en el amarillento color de los años, al igual que yo.

Sin embargo, sucede que en algún momento de la vida empiezas a entender las cosas con tal claridad que todo cobra sentido. Todo tiene un porqué.

Usualmente, este momento llega cuando ya has muerto y entiendes el sentido de la propia vida incluyendo todo lo demás.

En mi caso, ese regalo llegó mucho antes de mi muerte.

Nada me hubiera hecho imaginar que esa tarde lluviosa sería el momento en que el poema más extraño de mi vida se convertiría en la explicación de la propia vida.

Esa tarde llovía a cántaros, como ya era usual desde la explosión de la central nuclear de Gravelinas. Aunque esto ya se había vuelto lo habitual, sigo pensando cómo diablos una explosión en Europa puede afectar tanto el clima en Sudamérica.

Ignorando mis pensamientos, llovía tanto que pareciera que el cielo quisiera convertir en lago esta ciudad, que de por sí ya era apacible y silenciosa como el lago más discreto. Tan así que estoy seguro de que ninguno de sus habitantes hubiese hecho el más mínimo ruido mientras morían ahogados.

Así llovía esa tarde, y mientras la ciudad se dejaba inundar, tocaron a mi puerta. Traté de recordar si esperaba a alguien. De ser así, estaba decidido a no abrir. Suficiente compañía tenía conmigo. Pero no, no esperaba a nadie. Nunca esperé a nadie.

Quizás eran esas sectas religiosas queriendo hablar de Dios, porque Dios no quiere escuchar de ellos. Era probable, y esa sola probabilidad me irritaba.

En mi cabeza, surgían miles de especulaciones y cada una era más absurda que la anterior. A pesar de ello, simplemente, seguí especulando; deseaba que el tiempo pase y silencie a la puerta. Esto me hubiese hecho sentir menos culpable que haberla dejado sonando sin ninguna excusa.

El mundo capicúaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora