El pequeño Ryan miraba todo a su alrededor. Buscaba señales. Buscaba miradas. Buscaba vida en su propia casa.
La madre lo llama para decirle "Querido, pon el mantel en la mesa y las tres tazas de té", Ryan no entendía por qué tres tazas de té si eran ellos dos; Ryan y su adorable madre de unos cuarenta y tantos. Por un momento sintió que alguna visita iba a venir a su casa pero prefirió alejarse de esos pensamientos y empezar a poner el mantel y las tres tazas de té.
Pasado unos quince minutos, llegó un chico, no muy alto, con anteojos, ropa que contaba con jeans rotos y gastados, remera verde y zapatillas viejas y rotas. Ryan se lo quedó mirando, era un chico demasiado hermoso, con unos labios gruesos que adornaban esa cara luminosa y el brillo de sus ojos se vasaba en aquel chico, no sabia como se llamaba pero ya le agradaba.
Los tres se sentaron a tomar el té, la madre de Ryan preparó galletitas de chocolate para los dos chicos, que, sin razón alguna no se dejaban de mirar.