Causa final

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La historia de una persona podría categorizarse en varios géneros, esto dependiendo de los momentos que se vivan. Hay demasiadas historias que fácilmente superan a las desarrolladas por la imaginación; cada árbol, piedra, la misma madre tierra han presenciado todo tipo de eventos, desde bellos solsticios hasta cruentas batallas.

Corría Marzo, en clase de historia el profesor hablaba sobre la ley de la causalidad de Aristóteles, vagando entre sus palabras me sumergí en lo profundo de mí. Toda mi vida me había preguntado qué me hacía ser lo que soy, desconocía mi causa formal. Un sacerdote me dijo una vez, “tú eres quien eres porque Dios así lo ha querido”, si bien tal aseveración fuese correcta, terminaba por llegar a otra interrogante, tampoco conocía mi causa final. Pero bien me fui dando cuenta que soy como soy y quien soy para tarde o temprano, por medio de las vivencias descubrir para lo que estoy hecho.

Fue entonces a principios de octubre, tenía yo doce años cuando pude vislumbrar la respuesta de aquello que me intrigaba. En ese tiempo solía acompañar a mi familia a dondequiera que iban. Estábamos en casa de un amigo de mi padre, había una reunión, los señores daban una comida en honor a sus triunfos políticos.

El lugar estaba impregnado de tabacos cubamos y perfumes franceses que deleitaban el olfato. Edith Piaf era el sonido del evento, que entre sus canciones yo me perdía. En este caso “La foule” (el gentío) se adaptaban perfectamente al momento. Iba yo junto con mi familia de un lado a otro saludando a los invitados, hasta que vi a Gustavo. Él se encontraba sentado con otros niños, nueve si mal no recuerdo. Me escurrí entre la gente y llegué a ellos. Mirándolos a todos saludé con una sonrisa.

— ¡Está chimuelo! —dijo burlonamente Matías.

—Tú tienes menos dientes que yo, torpe.

—Chimuelo… —añadió Gustavo riendo.

Cuando terminaron las burlas empezamos a jugar a las escondidas. El lugar era inmenso, así que encontrar un escondite no suponía una tarea de arduo esfuerzo. Varias veces me escondí debajo de las mesas, Gustavo seguía mi paso. Después de varias rondas cambiamos de juego, y después de horas nuestros cuerpos exigían un descanso.

Habiendo un jardín enorme, nos sentamos debajo de un roble que se encontraba a no más de veinte pasos de la terraza. Matías, que era el hijo de un diputado, estuvo hablando mucho tiempo sobre cómo él había participado activamente en las campañas, y que fue ahí donde encontró a Fernanda, su novia.  Las niñas escuchaban emocionadas la historia de romance que había vivido Matías. Roberto y Kevin imitaban los ademanes de Matías con exagerada gracia. Gustavo y yo reíamos con sus gracias. El cielo estaba despejado y corría un viento suave entre los árboles.

—¡Vengan a comer! —gritó la señora Amelia—. ¡Hay pastel de chocolate como postre!

Las hojas secas del suelo salieron disparadas cuando los primeros niños dieron el arranque. Los demás se marcharon caminando. Gustavo seguía sentado debajo del árbol.

—¿No vas a ir a comer? —pregunté.

—No tengo ganas de comer.

—No engordarás ¡vamos!

—Espera, hay un lugar que me gustaría enseñarte antes de ir —, dijo misteriosamente Gustavo— es mi escondite favorito.

Finalmente Gustavo se levantó, y lo seguí. Estuvimos caminando por cinco minutos, la vista de la casa era tapada por un montículo de piedras. Al lado opuesto se podía contemplar la majestuosidad de la sierra madre occidental.

—Se ve maravilloso, ¿no? —comentó Gustavo suspicaz.

—Demasiado.

Seguimos caminando hasta que llegamos a una pequeña cabaña de dos pisos que se encontraba en lo alto de una colina. Abrió la puerta y subimos al segundo piso. Después escalamos al techo. Una vez que hubimos llegado abrió un Chateau Petrus que había robado de la cava de la cabaña.

—¿No notará tu papá que le hace falta una botella de vino?

—Después la repondré —respondió Gustavo sonriendo.

Mientras el sol surcaba por los cielos y el vino llenaba las copas, yo me recostaba sobre un camastro acomodado en dirección hacia el poniente. El cielo se tornaba rojizo con destellos blancos, el viento daba la sensación de que el cielo era barrido por una escoba de fuego. Gustavo se acostó a mi lado y me dio mi copa.

—Los buenos paisajes se disfrutan mejor con las personas adecuadas —dijo Gustavo después de un sorbo.

—¡El cielo se quema! ¡Nos vamos a tostar! —farfullé nervioso.

Nuestras copas se vaciaron y nuestros ojos viajaban por los cielos. Entre cosquillas Gustavo se fue acercando a mí. Entre luchas sin ganador terminé debajo de su pecho, sin aire que tomar, robó el mío de mis labios. Un cúmulo de sensaciones azotaron mi cuerpo, mi corazón se desbordaba provocando grandes inundaciones que me hacían cambiar de color. El tiempo seguía su curso, y en él se perdió. Un grillo nos tocaba una melodía mientras unas libélulas danzaban a nuestro alrededor. Habiendo el sol cambiado de posición, nuestras sombras se fusionaron.

—Estás rojo —susurró Gustavo en mi oído.

—Torpe.

El tiempo pasó, la clase ya había terminado cuando abrí los ojos.  El golpeteo de las mesas me había despertado. El profesor ya había anotado unos ejercicios en el pizarrón. Mientras iba recobrando mis sentidos, sentí un golpe en la cabeza.

—Finalmente despiertas dormilón —rio Gustavo de mí.

—Estaba filosofando, no estaba dormido.

Caminando en los pasillos de la escuela, Gustavo guiaba mi curso. Contemplaba su figura, su cabello, sus brazos. Cinco años habían pasado ya, y mi piel seguía teniendo el mismo tipo de sensaciones que tuve cuando lo conocí. De repente sentí un alivio, parte de mi causa final había sido descubierta. Entendí que, había nacido para amar.

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⏰ Última actualización: Aug 28, 2014 ⏰

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