LAS TUMBAS DE ATUAN
URSULA K. LE GUÍN
Prólogo
-¡Vuelve, Tenar! ¡Vuelve a casa!
En el hondo valle, a la luz del crepúsculo, los manzanos estaban en víspera de florecer; aquí y allá entre las ramas sombrías se había abierto una flor temprana, blanca y rosada, como una estrella débil. Entre los árboles del huerto, sobre la hierba nueva, tupida y húmeda, la niña corría por la ale¬gría de correr; al oír que la llamaban no regresó en seguida, y dio una larga vuelta antes de mirar otra vez hacia la casa. La madre esperaba en la puerta de la cabana, con el hogar encendido detrás de ella, y contemplaba la figura diminuta que corría y sal¬taba, revoloteando como una pelusa de cardó por encima de la hierba cada vez más oscura bajo los árboles.
En una esquina de la cabana, el padre rascaba el barro seco adherido a la azada y dijo de pronto:
-¿Por qué estás tan pendiente de la niña? El mes que viene se la llevarán. Para siempre. Tanto daría enterrarla y olvidarla. ¿De qué sirve aferrarse a lo que tienes que perder? Ella no nos hace ningún bien aquí. Si pagaran por llevársela, al menos ser¬viría de algo, pero no lo harán. Se la llevarán y eso será el fin de todo. La madre no respondió, observando a la niña, que ahora se había detenido a mirar el cielo a través e los árboles. Sobre las altas colinas, sobre los huertos, brillaba la luz penetrante del lucero ves¬pertino.
-No es nuestra, no ha sido nuestra desde el día en que vinieron y dijeron que sería la Sacerdotisa de las Tumbas. ¿Por qué no quieres entenderlo? -La voz del hombre era áspera, quejosa y amar¬ga.- Tienes otros cuatro. Se quedarán aquí y ésta no. De modo que no vivas pendiente de la niña. ¡Déjala ir!
-Cuando llegue el día -dijo la mujer-, dejaré que se vaya. -Se inclinó para recibir a la pequeña que se acercaba corriendo con los blancos piececitos descalzos por el suelo fangoso, y la levantó en brazos. Al volverse para entrar en la cabana in¬clinó la cabeza y besó los cabellos de la niña, que eran negros; en cambio los suyos eran rubios a la trémula luz de las llamas.
El hombre siguió fuera, con los pies descalzos y fríos sobre el suelo de tierra y el limpio cielo pri¬maveral que se oscurecía sobre él. La cara en la penumbra tenía una expresión de dolor, un dolor sordo, opresivo y colérico que él nunca podría ex¬presar con palabras. Por último se encogió de hombros y entró detrás de la mujer en la habita¬ción iluminada donde resonaban unas voces de niños.
1
La Devorada
Un corno alto chilló y calló. Luego, en el silencio, se oyó un rumor de pasos acompasados, y un tam¬bor que redoblaba con golpes lentos como un co¬razón. En las grietas del techo del Palacio del Trono, y en las hendiduras entre las columnas donde se había desplomado toda una porción de manipostería y tejas, brillaban los rayos oblicuos de un sol vacilante. Era una hora después del alba. El aire flotaba tranquilo y frío. Las hojas muer¬tas de los hierbajos que habían crecido entre las losas de mármol, tenían un borde de escarcha, y crepitaban, adhiriéndose a las largas vestiduras negras de las sacerdotisas.
Avanzaban de cuatro en cuatro por el amplio sa¬lón, entre las dobles hileras de columnas. El tam¬bor golpeaba monótono. Nadie hablaba, nadie mi¬raba. Las antorchas que llevaban las jóvenes ves¬tidas de negro, ardían bajo los rayos del sol con una luz propia que parecía avivarse en los inter¬valos de penumbra. Afuera, en las escalinatas del Palacio del Trono estaban los hombres: guardias, trompeteros, tamborileros; sólo las mujeres habían cruzado las grandes puertas, vestidas de oscuro y encapuchadas, caminando lentamente de cuatro en cuatro hacia el trono vacío.
Dos de ellas, altas e imponentes en sus vesti¬duras negras, una enjunta y rígida, corpulenta la otra, avanzaban balanceándose sobre las plantas de los pies. Entre ambas iba una niña de unos seis años. Vestía una camisa blanca y recta. Tenía la cabeza, los brazos y las piernas desnudos, y estaba descalza. Parecía pequeñísima. Al pie de las gradas que conducían al trono, donde ya aguardaban las otras en filas sombrías, las dos mujeres se detuvie¬ron. Empujaron a la niña para que se adelantara unos pasos.