Perséfone

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Una ligera brisa hace que las hojas, las cuales antes estaban colgando de los árboles, se elevaran en un vaivén hasta caer al cálido suelo. Mi vestido ondea con la brisa apegándolo más a mi cuerpo, pero no tengo frío gracias a mi madre. Ella y su extraña magia para cuidarme.

A lo lejos, escucho la risa estruendosa de Gelasia mientras camina hacia el patio de mi hogar seguida por Acantha, Haidee e Isadora. Todas ellas vestían un sutil vestido blanco con adornos dorados parecido al mío. Sonrío y elevo mis manos cuando me buscan.

No tengo amigas pero ellas son más como mis hermanas.

—Perséfone, mira lo que nos dio Deméter. —dice Isadora dando una vuelta para que vea su vestido.

Cada una tiene un vestido diferente pero con los mismos colores. Mi madre sabe cómo hacer las cosas; el de Acanta tiene unas flores tejidas en el dobladillo del vestido, el de Gelasia lleva unos diseños griegos dorados en la falda, Isadora tiene el vestido con pequeñas estrellas y medias lunas doradas y por último, el de Haidee es más sencillo, en los bordes del vestido tiene tejida una  tela dorada trenzada y en la cinturilla una simple franja.

El mío no es tan simple ni tan llamativo. La tela blanca tiene un aspecto luminoso y los diseños dorados del vestido están entrelazados con pequeñas piedras plateadas del río Estigia. Aún no sé por qué mi madre las colocó ahí, son piedras infernales. Hermosas, sí, pero siempre infernales. 

Las piedras fueron un regalo de Zeus, mi padre, cuando cumplí la mayoría de edad para obtener la inmortalidad que nos caracteriza a los dioses. Aún no la podía tener. Haidee y Gelasia se ponen a cantar y bailar mientras recogen algunas manzanas del suelo.

—Le daremos estas a Deméter —comenta Haidee —espéranos aquí —sale corriendo, sin topar el suelo con sus pies desnudos.

Galesia la sigue, llevando algunas manzanas más en sus brazos. Acantha conversa en voz baja con Isadora. Últimamente siempre hacen eso. Me temo que algo malo haya pasado y ellas no me lo quieran contar, mi madre me mantiene alejada de todo lo que tenga que ver con mi familia, no la culpo, a veces los dioses eran tan crueles.

 Camino hacia el claro que queda un poco al norte. Un hermoso lugar rodeado de árboles altos con ramas serpenteantes y suelo cubierto de césped y millones de narcisos, siempre me han gustado esas flores, no sé por qué; cada vez que veo alguna marchita la revivo a pesar de que en ese entonces, cuando era pequeña, usar mis poderes me debilitaba. Mi madre dice que es por culpa de Hera y sus celos. A pesar de que Ares, Hermes y Apolo le dicen a mi madre que Hera tiene prohibido acercársenos, puedo sentirla cerca, como una sombra desconocida siguiendo cada uno de nuestros movimientos.

En el único lugar en el que me siento segura es aquí, en el claro de los campos de Enna. Respiro profundamente y abro mis brazos para recibir la refrescante brisa que se abre paso por los árboles. Giro sobre mis pies con una sonrisa pegada en mi rostro mientras me inundo de los rayos del sol, cubriendo mi cuerpo con su calor.

—¿Cuándo te veré haciendo algo malo? Siempre estás rodeada de verde y marrón.

La voz de Artemisa me sobresalta dejo de girar para poder verla junto a Atenea; ambas llevando vestimentas oscuras con intrincados símbolos de lo que sus poderes representan.

—Me has hecho asustar y tú, Atenea, no te rías —digo al ver cómo la pelirroja se ríe en silencio.

Ambas poseían una belleza celestial que no dejaba a solo una mirada por parte de los mortales. Ambas pertenecen al Olimpo, donde yo también debería pertenecer.

—¿Recogerás más flores hoy? Porque veníamos a pedirte para que nos acompañaras a buscar un acompañante para Artemisa aprovechando que su hermano no está molestándola. — sonríe maliciosamente ante la ironía que acaba de decir.

Perséfone © [Historia corta]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora