-Mira, Dani, ésta es Pam -dijo Amaia al llegar a la recepción de la consulta.
Pam levantó la vista de la pantalla del ordenador.
-¡Cielo santo! ¡Es tan guapo como su padre!
-Alfred me ha pedido que viniera para que Dani pase la revisión de los nueve meses.
-¡Ricardo! -Pam llamó al adolescente que trabajaba media jornada en la clínica-. Avisa al doctor Garcia de que Amaia y dani están aquí, por favor.
-Sí, señora. Hola, señorita Romero.
-Hola, Ricardo. ¿Qué tal tu nuevo trabajo? -el muchacho era uno de sus alumnos más aventajados pese a que procedía de una familia con pocos medios económicos.
-Muy bien. El doctor me está enseñando un montón de cosas. Gracias por recomendarme.
-De nada.
Ricardo desapareció por el pasillo.
Amaia se sentó con Dani en la sala de espera y recibió varias felicitaciones por su compromiso de todos los pacientes que allí había. Cuando Alfred salió acompañando a la señora Klein, ya estaba desesperada de tanto responder a preguntas sobre la boda. Aquella mentira había cobrado vida por sí misma y cada día le crecía otro tentáculo.
Centró su vista en Alfred y se quedó sin respiración. Se suponía que ya no debía desearlo, pero la sola visión de aquel hombre le provocaba taquicardias.
Alfred habló suavemente con la octogenaria mujer antes de acompañarla hasta la puerta. Luego, se encaminó hacia Dani y Amaia con una cálida sonrisa. Se acercó a su hijo, lo tomó en brazos y le besó la cabeza. Después, posó los labios sobre los de Amaia. Ella trató de apartarse.
-Te recuerdo que tenemos público -le susurró.
Ella se aclaró la garganta y trató de ignorar el nudo que se le había puesto en el estómago.
Alfred continuó como si nada ocurriera.
-Gracias por traerlo. El doctor Finney miró el historial de Dani y se dio cuenta de que le faltan algunas vacunas. Se ofreció a darme instrucciones para un reconocimiento infantil.
-Es buena idea, porque en esta zona cada vez hay más niños.
Amaia lo siguió por el pasillo hasta la consulta.
Una vez allí, desvistieron a Dani entre los dos, sin poder evitar roces de manos y hombros. Con cada tacto, a Amaia se le encogía el corazón.
¿Por qué resultaba tan difícil hacer lo correcto?
Alfred pesó y midió a Dani, y luego lo auscultó. Le revisó el oído y le palpó el estómago, lo que el pequeño recibió entre risas.
Amaia nunca lo había visto en acción, y le sorprendieron gratamente su paciencia y eficacia.
Un extraño silencio se creó mientras le inspeccionaba la garganta. Luego, se quitó el estetoscopio y se lo metió en el bolsillo de la bata.
Alzó la vista y la miró preocupado.
-¿Cómo estás?
Habían pasado tres duros y silenciosos días desde que ella había impuesto distancia. Sólo habían intercambiado unas pocas palabras en aquel tiempo y la frialdad de la situación resultaba sin duda dolorosa.
-Estoy bien.
Él la miró fijamente y ella se estremeció.
-He visto una caja de analgésicos esta mañana en tu cocina cuando te dejé a Dani.