En cualquier momento del día, Samuel recordaba la escena de cuando vio por primera vez a Guillermo, el clima era muy bueno mientras él se encontraba agachado en un rincón del patio hojeando un libro viejo de cuentos.
Actualmente Samuel lo había leído tantas veces que podía esbozar el contorno de las imágenes y las historias de cada página en su mente al cerrar los ojos, hallándoles un efecto tridimensional real. Como sea, él seguía mirándolo con gran interés, quizá porque era lo único que poseía.
Años atrás, él y la mayoría de las niñas del orfanato soñaban con un príncipe que llegara montando un caballo blanco, de rostro hermoso y esplendidos atuendos y blandiera una espada majestuosa con la cual derrotara al enorme dragón que los vigilaba para poder rescatarlos cual princesas de aquel horrible castillo.
Samuel continuaba hojeando una página en particular una y otra vez con gran envidia, mientras se imaginaba teniendo el final feliz de la historia: "y vivieron felices para siempre". Para ese entonces tenía 12 años, pero lucía más bajo y delgado debido a la desnutrición que no lo dejaba crecer al completo. Era tan frágil que no podía ni mantenerse de pie apropiadamente.
El lugar donde había crecido se llamaba "Orfanato Feliz". Todos los orfanatos del mundo no sólo llevaban ese nombre, si no venían acompañados de otros, como: "Felicidad", "Benevolencia", "Ángel" ... todos eran iguales.
Desafortunadamente, Samuel seguía sin entender el significado de "feliz". Obviamente no había ni pieza de este sentimiento cuando se vive en un orfanato. Por ejemplo, los niños solo podían ponerse ropa nueva cuando reporteros venían a cubrir alguna noticia, y durante la cena de nochebuena les servían una rebanada de cerdo ahumado en lugar de la ración de siempre, así como... eso es todo.
El mayor sueño de los niños al estar en el patio era ser adoptados, no importaba si era de una familia rica o no, mientras tuvieran un par de preciosos y cariñosos padres. Samuel era la excepción en este conjunto: no se atrevía a soñar debido a que no se sentía hermoso o inteligente, siendo aburrido y lento cuando estaba frente a un extraño. Así nadie lo elegiría.
Por eso dudó un largo tiempo antes de responder al llamado de una de las Hermanas
—Tú, si tu. Ven.
Tomó su preciado libro de cuentos y lo escondió tras de él. Empezó a asustarse un poco al mirar a aquel niño vestido con ropas lujosas que le hacía señas; estaba bien aseado, con un rostro hermoso adornado con un par de ojitos rasgados y una sonrisa deslumbrante que mostraba lo blancos y brillantes que eran sus dientes. Samuel sintió que su rostro había brillado tanto como el reflejo del sol en una piedra preciosa.
El niño que se asemejaba al príncipe del libro puso rudamente su mano sobre el hombro de Samuel y con la otra mano le apretó fuertemente la mejilla como si fuera un juguete.
—Aw, que tierno —la mano que había puesto en su hombro, ahora se encontraba sosteniendo un mechón de cabello—. ¡Mami, su cabello es más suave que el pelaje de Iris!
El rostro de Samuel estaba tan adolorido al punto de querer llorar, pero no se atrevía a hacerlo, solo pudo cerrar herméticamente su puño
—Guillermo Díaz, ¿Cómo puedes comparar a un humano con un perro? ¡No seas grosero!
El pequeño ignoró los reclamos de su padre y seguía ensimismado con el rostro del otro niño.
—¿Eres una chica? —preguntó sin ningún reparo.—Soy un chico... —respondió sacudiendo su cabeza.
—Diablos, eres un chico. —alejó ambas manos decepcionado, lo miró a los ojos y ahora posó ambas manos en el rostro del otro niño aún más fuerte —¿Qué es esto? Tu rostro simplemente parece al de una chica ¿Cómo puede ser que seas un chico? ¿Estás mintiendo? ¡Habla, explícamelo! —las lágrimas de Samuel casi caen de tan fuerte que lo apretaba—. Hey, ¿no quieres llorar? —Samuel mordió su labio inferior. La Hermana Superiora siempre le recordaba que llorar en frente de invitados es em comportamiento de una persona mal educada que se pagaba con el castigo de no cenar—. ¿Estas llorando? ¡Déjame verte llorar! —el apretón en su rostro se iba haciendo más fuerte— ¡No te apretaré más si lloras! —los ojos de Samuel estaban rebosantes en lágrimas, pero él parecía determinado, como pocas veces—. Realmente molesto. Tu no eres obediente. ¡Llora! ¡Llora rápido!