El joven paseaba, aquella calurosa tarde de verano. Le gustaba mucho salir a pasear en su bicicleta y el calor no suponía un impedimento para él.
Se detuvo un instante ante un pequeño puesto de dangos. Perplejo, se bajó de la bicicleta y la apoyó sobre el tronco de un árbol cercano. El joven se situó delante de la estructura hecha de madera y se frotó los ojos. Al volver a abrirlos seguía ahí.
-¿Cómo es posible? Siempre que salgo a pasear hago el mismo recorrido...y nunca antes había visto este puesto de dangos aquí...
Se acercó al mostrador, poniéndose de puntillas y alzando la cabeza para ver si había alguien en el interior, pero lo único que había era un dango de color azulado. Comprobó varias veces que no hubiese nadie cerca, para, posteriormente, coger el dango y comérselo. Mientras lo hacía sonreía.
-Había olvidado por completo el sabor de los dangos que hacía mi madre, estos saben exactamente igual.
Cogió su bicicleta y sin darle más importancia se fue a seguir su recorrido, que finalizaba en la tumba de su ser más querido.
No volvió nunca más a ver aquel puesto de dangos, pero esta vez ya no olvidaría el sabor de los dangos que su madre le preparaba cuando aún estaba en vida.