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Volví a casa a través del tráfico habitual de hora punta, un angustioso
arrastrarse hacia delante con agresivos cambios de carril y amagos de
colisiones. Una camioneta ardía en la cuneta de la autovía de Palmetto. Un
hombre descamisado en tejanos y tocado con un maltrecho sombrero de
vaquero estaba de pie al lado, con aspecto casi aburrido. Tenía un tatuaje
grande en la espalda de un águila y un cigarrillo en la mano. Todo el
mundo aminoraba la velocidad para echar un vistazo a la camioneta en
llamas, y detrás de mí oí un camión de bomberos, sirenas y bocinazos,
mientras intentaba abrirse paso entre los patanes que miraban embobados.
Cuando adelanté a la camioneta quemada, mi nariz empezó a gotear de
nuevo, y cuando llegué a casa unos veinte minutos después, ya estaba
estornudando, un buen trompetazo capaz de partirme el cráneo cada minuto
o así.
—¡Toi aquí! —grité cuando crucé la puerta, y el rugido de algo que
parecía fuego de cohetes me contestó. Cody ya estaba con la Wii, muy
concentrado en destruir todo el mal del mundo con un ataque masivo de
artillería. Alzó la vista y me miró, y después bajó los ojos enseguida hacia
la pantalla de la tele. Para él, era un cálido recibimiento—. ¿Dónde está tu
mamá? —le pregunté.
Movió la cabeza hacia la cocina.
—Cocina —dijo.
Esto siempre era una buena noticia. Rita en la cocina significaba que
algo maravilloso se estaba gestando. Impelido por la fuerza de la
costumbre, intenté olfatear el aroma, lo cual resultó ser una muy mala idea,
puesto que cosquilleó mis senos nasales y me catapultó a un ataque de
múltiples estornudos debilitantes que casi me hicieron caer de rodillas.
—¿Dexter? —me llamó ella desde la cocina.
—At-chú —contesté.
—Oh —dijo ella cuando apareció en la puerta de la cocina con guantes
de goma y un enorme cuchillo en la mano—. Estás fatal.
—Grracias. ¿Para qué los gantes?
—¿Gantes? Ah, los guantes. Estoy preparando un poco de sopa —dijo, y
agitó el cuchillo—. Con esos pimientos picantes, así que he de... Sólo en tu
sopa, porque Cody y Astor no la querrán así.
—Odio la sopa picante —dijo Astor, que llegó por el pasillo desde su
habitación y se dejó caer en el sofá al lado de Cody—. ¿Por qué hemos de
tomar sopa?
—Podéis tomar perritos calientes en su lugar —dijo Rita.
—Odio los perritos calientes —replicó Astor.
Su madre frunció el ceño y sacudió la cabeza. Un pequeño mechón de