Leona parte 4

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Leona presenció la furia e incredulidad de Diana ante la negativa de los ancianos, pero antes de que pudiera reaccionar, la chica de pelo blanco se lanzó hacia adelante. Una luz cegadora estalló de las manos extendidas de Diana, y unos orbes de fuego plateado redujeron a ceniza a los ancianos en un abrir y cerrar de ojos. Surgieron llamas blancas en un huracán de gélidos rayos, que arrojaron a Leona al otro lado de la sala. Cuando recuperó el conocimiento, descubrió que Diana se había ido y que los Solari se habían quedado sin líder. Mientras los miembros restantes intentaban asimilar este ataque a su espacio más sagrado, Leona sabía que solo le quedaba un camino: perseguir y destruir a la hereje Diana por el asesinato de los ancianos Solari.

El rastro de Diana fue fácil de encontrar. Las huellas de la blasfema, que eran como mercurio reluciente a los ojos de Leona, se elevaban más allá incluso de las laderas del monte Targon. Los pasos de Leona no vacilaban; ascendían por un paisaje que parecía extraño y desconocido, como si estuviera siguiendo senderos que nunca hubiesen existido hasta ese momento. El sol y la luna se sucedían de forma confusa, como si en cada una de sus respiraciones transcurrieran muchos días y noches. Ni siquiera se detuvo para comer ni beber. Con la furia como único sustento, aguantó más allá de lo que su condición humana hubiese hecho posible.

Al fin, Leona alcanzó la cima de la montaña. Sin aliento, agotada, hambrienta y privada de todo pensamiento ajeno al castigo de Diana. Allí, sentado en una roca en lo alto de la montaña se encontraba el mismo niño de piel dorada cuya vida había perdonado cuando era joven. Tras él, el cielo estaba bañado de una luz ardiente, una aurora boreal de colores imposibles y la silueta de una majestuosa ciudad de oro y plata. Al contemplar las torres acanaladas y los minaretes relucientes, Leona comprendió que el templo de los Solari reflejaba aquella magnificencia y el asombro la hizo caer de rodillas.

El chico de piel dorada le habló en la antigua lengua de los rakkoranos. Le contó que había estado aguardando su llegada desde aquel día y que esperaba que no fuera demasiado tarde. Le tendió su mano y le ofreció mostrarle milagros y la oportunidad de conocer las mentes de los dioses.

Leona nunca había rehuido de nada en su vida. Tomó la mano del niño y este la guio hacia la luz con una sonrisa en la cara. Una columna de luz abrasadora bajó del cielo y envolvió a Leona. Sintió que una presencia conmovedora le llenaba las extremidades de un poder aterrador y de un conocimiento olvidado proveniente de las primeras eras del mundo. Su armadura y sus armas se convirtieron en cenizas en el fuego cósmico y en cambio renacieron en la forma de una armadura ornamentada, un escudo de luz solar de oro forjado y una espada fabricada con luz del alba.

La guerrera que bajó de la montaña parecía la misma que aquella que la había subido, pero todo había cambiado en su interior. Seguía teniendo sus recuerdos y pensamientos, seguía siendo dueña de su cuerpo, pero un fragmento de algo inmenso e inhumano la había elegido como su receptáculo mortal. La dotó de increíbles poderes y de un conocimiento espantoso que se manifestaba en sus ojos y le pesaba en el alma; un conocimiento que solo podría compartir con una persona.

Ahora, más que nunca, Leona sabía que tenía que encontrar a Diana.

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