LA BUENA SAMARITANA (cuento)
Por Carlos Roncero
Describir el grado de decepción de María podría ser complicado y, además, nos llevaría mucho tiempo. Toda la vida había querido ayudar a los demás, probablemente inspirada por la profesión médica de su padre, o, quizás porque siempre había admirado a Teresa de Calcuta. Negada para las ciencias y sin vocación eclesiástica, María se metió en mil organizaciones de ayuda desde su más tierna pubertad. No tenía tiempo ni para pensar en los chicos que, ni que decir tiene, la veían como a una atractiva bastante extraña; o sea, que al mismo tiempo que querían acercarse a ella deseaban alejarse. No le importaba, pues en lo único en que pensaba era en ser útil al prójimo.
Sin embargo, de alguna u otra forma, María acababa siempre decepcionada con las organizaciones a las que se asociaba. Al principio lo relacionaba con la diferencia de edad que había entre ella y la mayor parte de sus miembros, que, por cierto, no les resultaba nada extraña y sí muy atractiva, de modo que casi todos acababan rondándola; quizás fuera también por esto que sus ilusiones se disipaban pasado un tiempo en la organización. ¿De verdad que no había ninguna ONG en la que ninguno de sus miembros intentara ligársela y se centrara definitivamente con ella en el objetivo de la misma?
Pasados los veinticinco años, y con una licenciatura en filología árabe a cuestas, dio con lo que pensaba era la organización perfecta, pues nadie la pretendía. Qué a gusto se sentía colaborando entre tanta sinceridad, entre tanta acción desinteresada. No había una actividad a la que no acudiese llevando todo su entusiasmo. De hecho, nunca pensó que su entusiasmo pudiera jugarle tan mala pasada, pues los presidentes de la organización lo esgrimieron para prescindir de ella. No se lo podía creer. Según les había entendido, se implicaba tanto en la colaboración que los demás acababan apartándose, señalándola como una niña de papá encaprichada, probablemente movida por remordimientos burgueses, con ayudar al prójimo.
Insultada, humillada, rebajada…Así se sentía María al salir de la sede; pero si lo único que deseaba con toda su alma era ayudar, especialmente en esta última donde se rehabilitaba a toxicómanos. Después de dos años de colaboración, resultaba que no servía debido a su exceso de entusiasmo y un carácter ciertamente impetuoso. Tan afectada quedó que terminó descuidando su trabajo de venta de seguros por teléfono, porque, como es obvio, como filóloga arábiga no se comía un rosco, hasta que la echaron.
Su desazón iba en aumento, no tanto por haber perdido el trabajo sino porque se había extendido su cese de la ONG entre otras organizaciones y, a esas alturas, se había convencido de que no podría colaborar con ninguna otra, al menos en esa ciudad. Si ella solo quería ayudar; consideró seriamente la posibilidad de acudir a un psicólogo, trasladarse a otra provincia, convertirse al budismo…
Aquella mañana, iba María camino de las oficinas del paro con la cabeza puesta en los necesitados. Siempre había sido una gran despistada y no era de extrañar que durante el día tropezara con más de un transeúnte o se equivocara de calle. Aquella estaba resultando una jornada de máxima distracción, por lo que, tras chocar con tres viandantes, acabó perdida. Cuando se percató de su desorientación quiso llorar ya que donde se suponía que debían estar las oficinas del paro había un banco. Ella no quería una incubadora de crisis, quería poder arreglar sus papeles en una oficina de empleo. Buscó a quien preguntar, cayendo sus ojos en un joven que aguardaba al volante de su coche aparcado en doble fila. Su rostro le pareció fiable y se acercó a él.
- Perdona, verás, es que me he perdido; increíble porque llevo viviendo en esta ciudad por lo menos diez años, desde que mi padre cambió de hospital y vine a hacer el instituto aquí. El caso es que yo estaba convencida de que donde está ese banco había antes una oficina de empleo, porque me han despedido, ¿sabes?, como a mucha gente estos días, espero que no sea tu caso. A mí, por despistada; como lo oyes. Bueno, en parte tenían razón porque yo no hacía otra cosa que pensar en la ONG donde colaboro, perdón, colaboraba porque de ahí también me han echado…Oye, ¡Yo a ti te conozco!