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Con su mano temblando en la pequeña cortina del carruaje, veía el lúgubre paisaje que lo rodeaba: arena colorada y llena de grietas como si esas tierras no hubiesen visto gota alguna de líquido en siglos; los troncos secos de lo que fueron alguna vez árboles, yacían esparcidos en zonas lejanas, totalmente despojados de su verde follaje y con muchos metros entre ellos, parecían tristes y anhelantes por compañía o de alguien que se tomara unos segundos para conversar con ellos; cientos de huesos cubrían el suelo como si se tratara de las flores naturales de ahí, y aumentaban en cantidad conforme se acercaban a su destino, al menos esa era su impresión.

Alzó su vista y halló una capa de humo gris cubriéndolo todo, respirar parecía sólo considerable si se deseaba morir. Por encima de esa toxicidad, una gran cantidad de personas andaban por ahí, como si el cielo de ese sitio fuese el piso por el que ellos caminaban en su mundo terrenal. Aunque él sabía que no era posible, pues se encontraba en una dimensión muy lejana a la que los humanos habitaban.

Cuando bajó de su tétrico transporte, trató de ignorar a las criaturas que servían como sus guardaespaldas: una extraña viscosidad verde abandonaba el cuerpo de esos seres hasta por el más diminuto poro, se desplazaban a gatas arrastrando sus pies a pesar de su forma casi humana. Sintió náuseas por un instante y pena por aquel que gobernaba esa tierra.

Lo condujeron por el palacio a través de los pasillos, formados por oscura piedra caliza, hasta una gigantesca puerta hecha a base de hematita, la cual fue desplazándose lentamente hacia un lado para concederle el acceso. Un estrecho camino de vidrio sustituyó el firme suelo, un río de lava corría por debajo. Varios metros de altura lo separaban de caer en ese caudal de fuego.

En el centro del tenebroso lugar, que bien podría compararse con el interior de un imponente volcán que carecía de cráter, se hallaba su anfitrión. Un ser inmortal de apariencia humana lo aguardaba en lo que parecía una pequeña isla flotante, su cabello azabache completamente estático a causa de la falta de aire, ¿o era él quien lo había perdido al verlo? Las enormes alas de murciélago se estiraron esparciendo ceniza alrededor, misma que desaparecía antes de manchar la negra vestimenta que se ajustaba al glorioso cuerpo del reinante de ese mundo.

No tenía la más mínima duda de que el sujeto era imponente, el bien podría ponerse de rodillas con tan sólo ver los ojos negros y esas facciones elaboradas por la misma Afrodita con el fin de despertar los deseos ocultos de cualquiera. La existencia de alguien así representaba una tentación para los demás. Pero, lo más importante, debajo del físico perfecto se hallaba un alma pura que él quisiera rescatar de esos confines.

El gruñido de una de las criaturas que lo escoltaban resonó fuerte en sus oídos. Comprendió el mensaje a la perfección e inclinó su cabeza para evidenciar su respeto hacia el soberano.

—Nos encontramos de nuevo, Evil— saludó observando de nuevo hacia el frente, contemplando al hombre que lucía como un diamante entre millones de trozos de carbón. Para él no existía visión más hermosa que la que el susodicho representaba después de días sin mirarlo, mismos que le supieron a perpetuidad.

—Olvidemos los preámbulos, Live. Terminemos pronto con esto— dijo el pelinegro, haciendo un ademán con la mano para indicarle al aludido que se acercara.

El ser de cabello de plata estiró sus hermosas alas blancas, esas plumas que, ante sus ojos, desprendían polvo dorado cuando las invocaba su amo. Su visitante levitó cada paso hacia él, como si temiera que el sendero de vidrio lo fuese a dejar caer en la expectante lava. No pudo apartar su vista del cielo que descansaba en los iris impropios, esos que le mostraban todas las bellas cosas de las que era forzosamente privado.

Su acompañante era el oasis de sus retinas, la imagen más esplendida y divina que podía existir en ese y en todos los mundos, era un ángel que resplandecía incandescentemente entre la escoria en la que vivía.

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