XVIII. Lucas

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—Recuerda comer bien —Volvió a decir la abuela Annie apartando el cabello de mi frente, cerré los ojos al tacto— y si intentan drogarte de más me llamas y vendré de inmediato a sacarte de este lugar.

—Si mamá —había empezado a llamarla así a los siete, a petición de mi verdadera madre.

—¿Dijo que eran solo unos estudios verdad?

—Necesitan tenerme en observación un par de meses para saber qué tal reaccionaré al tratamiento...

—Lucas —la abuela Annie sostuvo mi barbilla firme mientras me estudiaba con sus ojos azules, idénticos a los de papá— quiero que estés bien, no sé aún porque no me dijiste lo que pasaba hasta ahora pero ya nada podemos hacer al respecto. Debes obedecer y poner de tu parte.

—Si mamá.

—Y si no lo quieres hacer por ti, hazlo por mí —la abuela tenía lágrimas en los ojos. Odiaba verla llorar.

—Daré todo de mí má. Lo prometo.

Apenas visité al psicólogo por primera vez Trent decidió llamarla, él no tenía idea de nada al igual que ella. Pero le dije que necesitaba ayuda, que no estaba bien y que realmente no quería dar detalles. A pesar de sus protestas la abuela aceptó, aclarándome que estaría sobre mí todo el tiempo para supervisarme.

Había estado viendo al Dr. Dylan Coleman por dos semanas antes de que me dijera que tendrían que internarme en un psiquiátrico.

—Solo es para estudiarte mejor, serán un par de meses donde veremos tus reacciones a los tratamientos. Y yo personalmente seguiré tu caso con otros colegas cercanos.

Así que acepté, la abuela había insistido en vivir en mi departamento mientras tanto, ya que le quedaba más cerca de la clínica y no se había despegado de mí hasta el día en el que, voluntariamente, fui al sanatorio.

No era para nada lo que me esperaba, no había gente gritando ni enfermeros aterradores. Solo personas en su mundo, algunas pintando, otras viendo la televisión...

Los primeros días fueron los más difíciles. Sesiones diarias sobre el control de la ira, pastillas, diagnósticos, sala de entretenimiento y entrenamiento físico obligatorio para distraer la mente.

—Lucas —me decía Dylan cuando me veía— ¿Aún no puedes recordar que pasó con exactitud las noches que creiste haber matado a esas chicas?

Siempre negaba con la cabeza, porque lo único que podía recordar era la sangre, la vida drenandose de cada una de ellas. Y me irritaba ¿Por qué mi cerebro insistía en engañarme? ¿Era acaso una necesidad que tenía mi subconsciente de dejar de ser corriente?

—Debes poner de tu parte Lucas —me dijo Silvania una vez que fue a visitarme, estábamos en los jardines, siempre me daban más libertad que al resto por haber ido voluntariamente. Aunque un enfermero siempre nos  vigilaba— debes hacer de todo para recordar.

—¿Crees que no lo hago, estúpida? Gasto hasta mi última neurona en hacer memoria, pero simplemente no puedo. En fin —suspiré y tomé su mano, estaba calida a pesar del frío glacial de enero— ¿Qué tal la escuela?

Silvania se encogió de hombros y miró hacia el cielo.

—Pues soy la chica nueva, me está costando retomar el ritmo pero por el momento voy bien.

—¿Trent?

—Maravilloso, como siempre, va a buscarme cada día y suele visitarme. Dice que se siente sólo sin ti en casa, a pesar de la señora Annie.

Sonreí, a mí también me hacía falta Trent. Y Silvania, Dios, como extrañaba colarme por su ventana a las dos de la mañana, solo poder hablar una hora por semana con ellos era molesto y frustrante.

Tres razones para no matarte.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora