2014

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La boca de Agoney saquea la mía mientras me deshago con manos expertas de su última prenda de ropa, sin un solo atisbo del nerviosismo que recuerdo me consumía las primeras veces.

Son las tres de la madrugada y estamos en las duchas, porque es, junto con las habitaciones compartidas, el único sitio sin cámaras de seguridad.

—Me vuelves loco —gruñe contra mis labios.

—Pues prepárate para perder la puta cabeza.

Bajo la mano hasta su entrepierna y cierra los ojos de forma automática, aunque sé que no tardará mucho en volver a abrirlos, porque le encanta verme hacer esto.

Me agacho despacio, como a él le gusta, llenándolo de breves besos húmedos por el camino.

Con la mano libre, lo empujo sin demasiada delicadeza para que apoye la espalda en la pared.

Y lo devoro. Con ansia. De golpe.

Porque torturarlo con la lentitud en este momento es torturarme a mí también.

—Joder...

A juzgar por cómo le tiemblan las piernas, seguro que me agradece haberlo empujado contra la pared.

"Contra la pared".

La simple idea de lo que sé que vendrá a continuación me hace sentir como si fuera a salir ardiendo.

Permanezco en mi posición unos minutos que pasan como segundos, porque disfruto de esto casi tanto como el canario, y cuando me pide que pare, obedezco.

Agoney me agarra la mandíbula y tira de mí para que me levante.

A veces no lo hacemos así. A veces todo es más lento, más suave, con más cuidado.

Pero hoy nos apetece acabar reventados.

—Ven aquí —gruñe de nuevo.

Me acerco a él y le rodeo un lado del cuello con una mano mientras con la otra me aferro a su pelo, porque me está haciendo en la mandíbula lo mismo que acabo de hacerle yo por debajo de la cintura.

Sabe que es mi punto débil. Sabe cuáles son todos mis puntos débiles, de hecho, porque nos conocemos mejor de lo que nos conoce nadie. Seis meses en un internado dan para mucho más que en el exterior.

Agoney se separa de la pared e intercambia nuestras posiciones, pegando ahora mi espalda adonde ha estado la suya.

—Ahora te toca a ti —me informa.

Coloca las manos en mis hombros y me gira. Yo pongo las mías sobre los azulejos fríos, que contrastan con la calidez del aliento de Agoney en mi nuca.

—Que sepas que me paso el día esperando este momento. Todos los días.

Quiero decirle que yo también, pero deshecho la idea y me limito a sonreírle con malicia.

Cuando me roza, se me escapa un gemido tan alto que se echa a reír y me cubre la boca con una mano.

Ni se imagina lo que me pone su risa.

Lo hacemos rápido, duro, con mordiscos y arañazos, el amor y la guerra al mismo tiempo, hasta que las piernas nos tiemblan demasiado como para seguir de pie y nos recorre el mismo escalofrío, que es más bien una corriente eléctrica.

Agoney apoya la frente sudada en mi hombro y deja un beso ahí antes de alejarse y sentarse en el suelo.

Yo me giro, coloco la espalda en la pared, cuyo frío ahora agradezco, y me dejo caer hasta sentarme a su lado.

Nos llevamos un rato sin decir nada, aunque el sonido de nuestras respiraciones llena el silencio, y cuando cruzamos una mirada, nos echamos a reír suavemente.

—Cada día me hace más feliz que me propusieras follar —dice, ya sin gruñir, con una voz tan suave como siempre.

Me acuerdo como si fuera ayer cuando me atreví a acercarme al de Canarias de segundo curso. Me había fijado en él justo el primer día, pero tuvieron que pasar tres meses enteros hasta que me atreviera a hablarle, y uno más para que me besara. Después del primer beso en los baños de la planta baja, lo demás fue bastante rápido.

—Y a mí habértelo pedido —miento.

Es una gran mentira.

Agoney folla como follarían los ángeles si los ángeles follaran. Nos complementamos de maravilla, sabemos lo que le gusta al otro y de qué manera.

Así que no, el sexo no es la razón por la que me arrepiento de haberle pedido ser follamigos. La razón es que me estoy enamorando de él, pero se va en seis meses, cuando acabe el bachillerato.

Y yo me quedaré otro año aquí y no sé si volveremos a vernos después. Siendo de cursos distintos no lo tenemos prohibido, pero sería raro.

Agoney se ríe, se levanta y se viste delante de mí. Yo me quedo sentado mirándolo, porque hasta verlo vestirse es un puto espectáculo.

—Bueno. Nos vemos mañana, Raoul —dice.

—Sí. Buenas noches.

Se despide de mí con la mano y desaparece de las duchas.

Estoy seguro de que este ardor en el pecho es solo un adelanto de lo mucho que quemará despedirme de él definitivamente.

Burnin' UpDonde viven las historias. Descúbrelo ahora