LVII. Los Muros

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El Norte
Winterfell

El día se les echó encima tal como lo hizo Stannis, inadvertido.

Los tambores los mantuvieron despiertos toda la noche, y antes de que el sol estuviera en su cénit, el ejército unificado de los Bolton, Umber, Frey y algunos Manderly, cruzó las puertas de Winterfell para enfrentarse a los sureños que se encontraban a medio día de distancia.

Theon no partió con ellos, él no era nadie, sólo un lacayo, un sirviente que no merecía ni daga ni espada, mucho menos merecía el placer de morir en batalla, defendiendo el Norte de invasores extranjeros.

«Porque yo fui un invasor extranjero.» Recordó.

Preparó en la cocina el desayuno para Lady Sansa, y luego subió por las escaleras hasta la habitación que ocupaba la joven.

«He subido por estos escalones mil veces antes.»

De pequeño los habría subido corriendo; bajando, los habría saltado de tres en tres. En cierta ocasión saltó justo encima de la vieja Tata y la tiró al suelo. Eso le hizo ganarse la peor azotaina que tuvo en Winterfell, aunque fue casi afectuosa comparada con las palizas que su hermano solía propinarle en Pyke.

Retiró con dificultad la llave de su cinto, y abrió la puerta que resguardaba a la esposa de su Señor.
El día no había amanecido en aquella habitación. Las sombras lo cubrían todo. Un último madero crujió débilmente entre las brasas medio apagadas de la chimenea, y una vela fluctuaba en la mesa junto a una arrugada y vacía cama.

«La chica se ha ido.» Pensó Theon con terror.

Se detuvo a observar las velas y vio que había una que no estaba consumida, sino rota.

«Fue a la ventana de la Torre Rota.» Se dijo. «Ella trata de pedir ayuda.»

Si no la encontraba antes que Ramsay, el porvenir de Sansa sería aún más terrible que la muerte. Ella debía volver a su lugar, a la habitación que compartía con el Bolton. Nadie debía enterarse de lo ocurrido, porque nadie se atrevería a ocultarselo a su Lord.

Afuera, oyó un cuerno de batalla. Las primeras líneas empezaban a reunirse. Debía darse prisa en encontrar a Sansa.

Bajó del Gran Torreón y se dirigió a la Torre Rota en medio de la ventisca incesante. Distinguió en medio de la nevada una pequeña llama proveniente de la ventana más alta, ella ya lo han hecho hecho. Pero sin debía estar cerca, así que corrió como pudo hasta el bosque de dioses, pensando qué tal vez podría estar ahí. Pero sólo hubieron cuervos, cuervos en las ramas que lo miraban y graznaban.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó una mujer. Él reconocía muy bien a la dueña de esa voz, era Myranda, la antigua amante de Ramsay.

«Tan cruel como él.» Pensó.

Ella era la hija del perrero, y al igual que el antiguo bastardo Bolton, disfrutaba de la crueldad. Ambos solían perseguir jovencitas por el bosque, acompañados de sus perras y en algunas ocasiones, también de Hediondo.

—¿Qué haces aquí, Hediondo? —volvió a preguntar Myranda— Deberías estar dándole el desayuno a esa mujer —dijo con desprecio.

Myranda odiaba a Sansa. Desde su llegada, Ramsay ya no se divertía tanto con ella, ni la llamaba a su cama. Tenía un nuevo juguete que podía torturar y magullar.

—Yo... Yo... Vine a rezar —mintió.

—¿Rezar para qué? ¿Para qué Ramsay muera en batalla? —Myranda curvó los labios en una sonrisa. Era hermosa, pero tan perversa que daba terror.

Los Últimos Reyne II | Fanfic GOTDonde viven las historias. Descúbrelo ahora