II

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La mañana transcurre con más tranquilidad de la que esperaba. Da incluso miedo.

Al parecer, al ser el único instituto de arte en un radio de 200 km, son muchos los alumnos y alumnas que ingresan nuevos cada año, así que supongo que no tengo que preocuparme. Probablemente sea invisible para el resto y pueda pasar el curso inadvertida en la mesa al final de la clase, junto a la ventana.

A mi lado hay un pupitre vacío y mi mente curiosa vuela a diferentes escenarios, imaginando quién podría ser su propietario.

Es última hora y según mi horario toca “análisis y práctica teatral”.

La profesora, que se presenta como Celia, es una mujer de estatura más bien baja, entrada ya en la cuarentena, delgadita y de cabello rubio y atado en un pulcro moño de bailarina.

–Como proyecto de clase para final de trimestre, organizaréis en parejas una escena de una obra a mi elección. -comienza ella.- Evaluaré cada una de ellas y la elegida será representada en su totalidad como función de fin de curso.

De pronto se forma un bullicio agradable en clase. Todos hablan con todos, preguntándose unos a otros si quieren ser su pareja, hasta que Celia da un suave golpe a la mesa y vuelve a hacerse el silencio, o los murmullos se hacen casi imperceptibles, no estoy muy segura.

–Al igual que la obra, las parejas las decidiré yo, así que nada de hacer parejitas por vuestra cuenta, no sois niños pequeños, ¿o sí?

Todos corean a destiempo diferentes respuestas afirmativas y a mí se me escapa una ligera risa que pasa desapercibida.
Me gusta este ambiente.

Cuando es la hora de volver a casa me tomo la libertad de deambular por el instituto por mi cuenta por dos razones: una, que quiero saber dónde está cada aula para así no acabar más perdida que una cabra en un garaje por los pasillos, y dos, que soy demasiado curiosa.

Mi atención se dirige hacia una gran puerta de madera caoba, y para cuando me doy cuenta mis pies se han desplazado hasta allí, donde una placa dorada indica que es la sala de funciones.

En el momento que entro siento mi respiración detenerse por un segundo.

Las butacas son rojas y parecen hechas de un material similar al terciopelo; el escenario es sencillo pero no le impide ser hermoso, es de madera y a ambos lados, atados por un cordón dorado, hay una cortina del mismo color rojizo que los asientos.

Subo por las escaleras que llevan al escenario y lo miro todo desde ahí, como si de una niña pequeña se tratase.

Me imagino actuando frente a un gran público, a mi madre aplaudiendo en primera fila, y mi sonrisa bajo algún foco.
Meneo levemente la cabeza intentando volver al aquí y ahora, pero no puedo, es todo tan abrumador (en el buen sentido).

Y lo hago. Me dejo llevar y cierro los ojos.

–¡Oh, Romeo, Romeo! -empiezo con voz firme, de espalda al público, tomándome la libertad de desplazarme por el escenario.- Solo tu nombre es mi enemigo. Tú eres tú mismo, seas un Montesco o no, pues... ¿Qué es un nombre? No es pie, ni mano, ni brazo, ni cuerpo. Lo que llamamos rosa seguiría manteniendo su perfume de llamarse de otro modo... Así que Romeo, deja tu nombre y a cambio tómame mí.

Tomo aire y sonrío. Quizá algún día. Quizá...

Pero mis pensamientos se ven opacados por una voz grave e igualmente firme que hace que el vello de la nuca se me erice.

–Te tomo la palabra. -dice recorriendo el pasillo hasta el escenario y quedando en las escaleras.- Llámame solo amor y seré bautizado.

Me quedo sin aliento.

Nos separan unos cinco metros pero puedo apreciar sus rasgos con nitidez: parece algo más alto que yo, tiene el pelo castaño y algo revuelto, la piel pálida y salpicada de algunas pecas en la zona de la nariz y unos labios finos y rosados con el arco de cupido en forma de corazón.

Y sí, puede que me haya quedado detallándolo más de lo necesario porque cuando soy consciente lo tengo a medio metro de mí y es entonces cuando sus ojos grisáceos me estudian y las comisuras de sus labios se elevan, formando una sonrisa francamente... bonita.

–¿Y bien? -me insta el chico de mirada plateada.

Parpadeo varias veces y carraspeo un poco.

–¿Quién... Quién eres tú, que cubierto por el manto de la noche, sorprendes mis confidencias?

Y sé que mi voz ha sonado algo apagada y denota cierta vergüenza, pero no por actuar en público sino por ser sorprendida.

Él por su parte sonríe de nuevo mostrando sus colmillos que asoman cuando su sonrisa se ensancha.

–No podría responder a ello, pues acabo de renunciar a mi nombre ante vos ya que es el de vuestro enemigo.
Fuera palabra escrita y yo la rompería.

Termina su parte del diálogo con un gesto gracioso con el puño y no puedo reprimir una risa que al parecer le contagio, ya que de un momento a otro nos encontramos sentados en los escalones del escenario, riendo.

–No te he visto nunca por aquí, ¿eres nueva? -reanuda la conversación tras unos momentos de agradable silencio.-

–Sí, así es, hoy ha sido mi primer día de clase. Soy Maribel, encantada. -sonrío y le extiendo la mano.

Él toma mi mano pero no la estrecha, sino que la voltea dejando la palma hacia abajo y deposita un suave beso en el dorso.

–José, a su servicio mi lady.

Y ambos volvemos a reír y se siente bien.
Se siente muy bien.

Cuando llego a casa no puedo evitar dejar de pensar en él: su perfecta interpretación, su mirada que, a pesar de ser fría, infunde calidez, como el roce de sus dedos con los míos cuando me tomó la mano, y eso me hace pensar en sus labios finos y suaves...

Me tapo la cara con la almoaha y ahogo un grito.

Malditas hormonas.

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